Miguel Molina Díaz
Hay
noches en que sueño que Roberto Bolaño me habla. Nos rodea una profunda neblina
y Roberto Bolaño no tiene frío. Sus lentes no se empañan. Su voz es aguda,
punzante, vibra dentro de mis oídos. Hay noches en que Roberto Bolaño viene a
Quito y me define qué es la poesía. Pero al día siguiente, al abrir los ojos,
no lo recuerdo y debo esperar otra vez su generosidad, su aparecimiento en otro
sueño, para comprender el secreto que todo poeta latinoamericano debe saber.
Sus confesiones siempre tienen que ver con una apuesta por el valor, un valor
de Samurái, de prostitutas tristes y felices, de escritores que creen en el
silencio.
No
exagero si digo que la literatura de Roberto Bolaño me cambió la vida. Y no soy
el único al que la prosa poética de Bolaño ha desequilibrado, enfermado,
llevado hasta los límites del desenfreno. Leerlo es como caminar hacia la
locura con la absoluta conciencia de que al final del camino esta la muerte.
Hoy se cumplen 10 años de su desaparición física. Si yo hubiese nacido 10 años antes,
es decir en 1982 y no en 1992,
probablemente alcanzaría a escribirle una carta larga, larguísima, como la que
él escribió a Di Benedetto, y en ella le diría cuanto lo admiraba, cuanto lo
quería, cuan responsable es de mi valor y de mi incursión en el maldito camino
de la literatura.
Recuerdo
la tarde en que acabe 2666. Era uno de los últimos días de diciembre del año
2011. No habían transcurrido sino 10 noches desde que comencé a leer la novela
de 1121 páginas. Fue una navidad extraña. Me despertaba en la mañana para
leerlo, al medio día suspendía por pocos minutos la lectura para comer y luego
seguía leyéndolo hasta la noche. E incluso en la noche no detenía mi lectura
sino hasta que ya no era posible mantener los ojos abiertos. Una tarde, de
pronto, la novela se acabó. Se me acabó. Y fue uno de los momentos más
desoladores de mi vida. No podía creer ni podía aceptar que Bolaño se me había
acabado. Repasé nuevamente las páginas finales y se me acabó una y otra vez y
la desolación era igual. Pero no era una desolación desolada sino una radiante
y terrible. Si hubiera muerto esa tarde, lo hubiera hecho con una sonrisa de
plenitud absoluta.
No
sé si Bolaño pudo, en sus últimos días, imaginarse lo que había hecho.
Desconozco si estaba consciente de que por su culpa ser poeta latinoamericano,
o pretender serlo, volvería a tener sentido y tener valor. Volvería a ser un
camino desconocido y afrodisiaco e inevitable. No sé si Bolaño entendía la
magnitud y trascendencia de su obra, ahora traducida a todos los idiomas
occidentales e incluso al chino. No me imagino si Bolaño sabía que tendría
lectores obsesivos, desquiciados y malsanos en los rincones menos probables de
la Tierra. Y es que su voz poética, porque todo lo que escribía era poesía, es
de una fuerza, una honestidad, una vibración, que sea como sea es un abismo y
una oportunidad.
Si
hace diez años hubiera alcanzado a escribirle una carta, de un fanatismo
radical y desesperado, probablemente Bolaño no me hubiera leído. Tenía cosas
más importantes que hacer, como acabar de escribir 2666 o como leer a Nicanor
Parra. Era un detective salvaje, más lo segundo que lo primero. Un detective
que 10 años después de su muerte todavía rompe corazones. “Estoy enamorada de
Bolaño”, me confesó Eloisa Reece hace pocos días, después de leer ‘Amuleto’ y
cuando comenzaba a leer ‘Los Detectives Salvajes’. Había pasado horas en
internet observando sus documentales y entrevistas y se enamoró. Así, perdidamente.
Adolescente y locamente. Cuando lo supe me sentí bien por mi maestro y por
Eloisa, por una historia de amor llena de audacia que desafiará, sin duda, los
inútiles límites que impone la muerte y el paso del tiempo.
A
veces sueño que Roberto Bolaño esta vivo. Sueño que gana el Nobel y lo manda a
la mierda. A veces sueño que me visita y que llora, que ya no puede más, que
ama todavía a Edna Lieberman, su fantasma. Sueño que me relata sus noches
felices en el D.F. Sus noche felices con Lupe, la putita de las piernas de
leopardo. Sus noches valientes recorriendo en bus el continente, soñando con
llegar a Chile y en su sueño evita con un poema fulminante y explosivo el golpe
de Estado a Salvador Allende. A veces sueño que Roberto Bolaño atraviesa la
atmosfera y desde el sitial más alto del mundo, reconstruye con palabras a
América Latina. A veces sueño que Roberto Bolaño reescribe la historia
continental y la llena de su valor. Y siempre, en mis sueños, Bolaño hace la
revolución por medio de su poesía infrarealista. Cuando me despierto dejo de
escuchar la voz de Arturo Belano y encuentro bajo mi almohada sus libros. Vivo
o muerto, Bolaño siempre esta presente en América Latina.
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