26 ene 2013

Pablo Palacio muerto a puntapiés




“En tanto que mil lucecitas, como agujas, cosían las tinieblas”.
P.P.

Miguel Molina Díaz

Leía cuanta novela romancista le caía en las manos. A sus quince años ganó su primer concurso literario por una autobiografía llamada “El Huefanito”. Benjamín Carrión, en su intento por inventarse un país allí donde no existía nada, lo descubrió sin imaginarse los alcances de ese descubrimiento. Palacio, como sería llamado y evocado con admiración y nostalgia por sus seguidores, nació en Loja el 25 de enero de 1906.

El Ecuador en el que le tocó vivir se hallaba entregado -¿acaso ciegamente?- al realismo social de los escritores del llamado grupo de Guayaquil de los años treinta. Gallegos Lara, por su vida más que por su obra, ya era una leyenda. En esa misma época el ecuatoriano más universal de todos los tiempos, Jorge Icaza, publicaba su obra maestra y daba a conocer el indigenismo ecuatoriano al mundo.  

El realismo social ecuatoriano estaba atravesado por un estilo costumbrista –de altísima calidad– profundamente conectado con la reivindicación de los excluidos. La lucha de clases y la explotación a los más débiles, que en el mundo provocaban la dicotomía política e ideológica por excelencia, en el Ecuador constituían la materia prima de la literatura y del arte en general. Los cholos, los montubios, los indígenas, es decir, los pobres, eran los temas sobre los cuales nacía la creación literaria.

En ese contexto la obra de Palacio irrumpió con desenfrenada violencia y resquebrajó los cánones literarios vigentes. Se negó a formar parte del realismo social que, en el país, era una obligación moral para los artistas. Y esto a pesar de su militancia socialista, que lejos de ser para él un dogma, era una forma de vida en la cual creía sin sectarismos ni verdades absolutas. Palacio supo separar su trabajo de creación artística del marxismo y de lo “políticamente correcto”.

La obra de Palacio es considerada por los críticos y estudiosos como la piedra fundacional de la vanguardia en el Ecuador y de hecho lo es. Él no escribía sobre la lucha de clases sino sobre lo que le daba la gana. Un tema recurrente en sus relatos es la psicología del ser humano, sus traumas, sus complejos, sus miedos, todo aquello que lo define y aturde. Los personajes de sus libros son extraños, como era él: un antropófago sádico, siamesas absurdas, mujeres que miran las estrellas, un ahorcado.

Pablo Palacio permitió una liberación estilística en la literatura nacional, un giro de magnitudes irrepetibles. Y como el Ecuador es (incluso ahora, más que nunca) un país en donde ser o pensar diferente es un delito, Palacio y su obra fueron por larguísimos años marginados y llevados al olvido. Es en las últimas décadas que, tal vez siguiendo las pistas de Benjamín Carrión, se ha redescubierto a Palacio y se ha entendido su importancia. Una vez mermadas las pasiones políticas y la ceguera, este escritor paradójicamente muerto a puntapiés (como es el título de su más conocido relato), ha sido absuelto por la historia.

Si una conclusión hemos de sacar sobre Palacio es su locura, la única conclusión admisible para su grandeza. Murió, sí, en el manicomio Lorenzo Ponce de Guayaquil a la edad de cuarenta años. Sus seguidores, sin embargo, afirman que su obra fue escrita durante el periodo de su cordura. Yo pienso que siempre estuvo loco porque hay que ser un enfermo mental incurable para escribir en un país en donde la ceguera política esta sobre la autenticidad del humano. Palacio era un vidente que no buscaba sino transmitir la naturaleza de sus visiones, pues comprendía que ese era su deber con su tiempo. A ciento siete años de su nacimiento siento que no vale la pena un país que no recuerda, todos los días, a Pablo Palacio.


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