Miguel
Molina Díaz
Era el 20 de
abril del 2005 y los habitantes de Quito teníamos la certeza de que ese día
pasaría a la historia. En la noche anterior la clase media se congregó en la
Cruz del Papa del Parque de la Carolina y desde allí, miles de quiteños, nos
propusimos ir al palacio y deponer a quién se había proclamado, en su
ignorancia, “Dictocrata”. La represión policial fue feroz y, con el paso de las
horas, el pretexto que necesitaban las elites de los partidos políticos estaba
llegando. Aunque pretextos habían de sobra: el 8 de diciembre del 2004
Gutiérrez convocó a una sesión especial del Congreso que, entre gallos y media
noche, defenestró a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y dio vida
a la abominable “Pichi Corte”; esa que no se demoró en absolver a Bucaram. No
mucho tiempo después el líder del PRE llegaba a Guayaquil, como dice María
Paula Romo, “al estilo Pasión de Gavilanes”.
No lo he visto
en persona sino dos veces. La primera en la velación del asambleísta Logroño,
de su partido, a la que asistí en el salón del pleno de la Asamblea Nacional la
época en que realizaba una pasantía en la función legislativa. Lo vi de lejos,
no quise acercarme ni siquiera para ofrecerle el pésame pues siempre he creído
innecesaria la hipocresía de última hora. La segunda fue hace muy poco, en el
marco de unos conversatorios que el Gobierno Estudiantil de la Universidad San
Francisco de Quito está organizando con cada uno de los candidatos presidenciales.
Gutiérrez
simplemente no cambia. O tal vez sí: cada vez es peor. Los puntos relevantes de
su exposición fueron, por ejemplo, cuando refiriéndose al gobierno nefasto y
corrupto que presidió dijo que, como Alan García, había aprendido de sus
equivocaciones y que precisamente por eso pedía una nueva oportunidad,
asegurando que en su segunda administración no cometería esos errores garrafales
del pasado.
Insultando la
memoria de quienes lo escuchábamos el Coronel procedió a criticar con
vehemencia los casos de nepotismo en la revolución (eran los días en que Pedro
Delgado estaba de moda). ¡Como si en su gobierno nunca hubiese estado Napoleón
Villa! Después, pretendiendo presentarse como estadista, criticó la falta de
independencia judicial. Al parecer a Gutiérrez se le borró la memoria y olvidó
la repugnante metida de mano que hizo a la Función Judicial a través de la
Pichi Corte y las fatales consecuencias posteriores.
Y sigo
preguntándome si el presidente de ese gobierno, cuyo Subsecretario de Bienestar
Social ordenó disparar desde las ventanas de Ministerio, ¿puede recuperar tan
fácil la autoridad moral y ética para dar lección de administración pública?
No había
comentario del Coronel que no produjera en mi mente asco y la revelación de una
paradoja: cuando mencionó a Patiño inmediatamente después recordé los
escándalos de Zuquilanda y al embajador Molina sacando a pasear a un dictador
argentino.
El momento más
lamentable (y debo confesarlo, jocoso) llegó cuando Gutiérrez aseguró que Hugo
Chávez había financiado a quienes le botaron, precisamente frente a los hijos
de las familias que la noche del 19 y madrugada del 20 de abril del 2005
salieron a las calles de Quito a terminar con la “dictocracia” y cuyas
relaciones con la plutocracia chavista son, por decir lo menos, nulas. A
Gutiérrez no le botó Chávez, tampoco las organizaciones de izquierda
tradicional del país. ¡No! Lo botó la clase media y media alta de Quito, los
autodenominados forajidos que en las calles capitalinas exigían “¡que se vayan
todos!”. Lo botaron los partidos de la vieja y podrida partidocracia que, para
salvarse del hundimiento del barco (que pese a sus esfuerzos se hundiría),
unieron sus fuerzas en el Congreso instalado en Ciespal y declararon el
abandono del cargo del Presidente de la República.
La Rebelión de
los Forajidos nos marcó políticamente a muchos de los que participamos de esas
jornadas que no pretendían sino rescatar la dignidad del país. Siete años
después el Coronel demagogo y cobarde que pactó con los viejos caudillos vuelve
a ser candidato presidencial y se pasea en Quito como si no hubiera tenido que
huir en helicóptero de esta ciudad el día de su destitución. Y muchos de
quienes en esa época se digieran forajidos no han tenido reparos en declarar
que si Gutiérrez estuviera segundo o si pasara a segunda vuelta él sería el
depositario de su voto y, con tal de ganarle a Correa, no importaría comernos
una vez más sus mentiras añejadas en sus botas militares.
Así es la
política en el país de la mitad del mundo, porque aquí es muchas veces el odio
el precio de la conciencia, la coherencia y la integridad.
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