Miguel Molina Díaz
Fue el gobierno de
Jamil Mahuad el que dio vida a la iniciativa del Bono de la Pobreza, hoy
llamado Bono de Desarrollo Humano. Comenzó con un valor de 100 mil sucres
(aproximadamente 18 dólares según el tipo de cambio de 1998). Durante el
gobierno de Noboa Bejarano, después de la devaluación y muerte del sucre, el
bono fue fijado en USD 10.50 y luego fue incrementado a USD 11.50. El gobierno del
Gutiérrez, en el 2003, realizó un incremento que situó el valor del bono en 15
dólares. No hubo más incrementos sino hasta el 2007, cuando la administración
Correa lo fijó en USD 30.
Lo cierto es que
desde su implementación en 1998, si bien ha servido como herramienta de
legitimación gubernamental, el bono nunca ha tenido el protagonismo del que
goza en estos días. Dos son los temas que se deben analizar: primero la validez
del bono como modelo económico y, en segundo lugar, la viabilidad real de su
incremento a 50 dólares a través del proyecto de Ley de Redistribución del
Gasto Social, enviado por el Presidente Correa a la Asamblea con carácter
económico urgente y posteriormente aprobado.
Cuando en el 2007 se
produjo el incremento a USD 30, Janeth Sánchez –entonces Ministra de Inclusión
Económica y Social–, explicó que el bono se debía entender como una medida
provisional que solo existiría el tiempo que la Revolución Ciudadana se demoré
en desarrollar industrias exitosas que generen altos niveles de empleo y
prosperidad. Entonces, aseguró Sánchez, esa medida “subsidiaria” llegaría a su
fin. El argumento, ciertamente, parecía razonable e inteligente.
Pero 5 años después
el bono no ha desaparecido, todo lo contrario, se proyecta como un elemento
clave de la política económica de la revolución. Los 30 dólares y el incremento
sin precedentes de beneficiarios han sido las columnas del sistema clientelar
que sostiene al gobierno del presidente Correa. Y lo triste es que no es una
política económica sustentable sino una marcada por un populismo feroz que,
fortalecido por el apoyo de los sectores populares, ha desarrollado una
dinámica autoritaria.
Es verdad que los
bancos fueron causantes de la peor crisis económica del país. No lo olvidamos. Pero
hay que aceptar que las instituciones financieras que sobrevivieron a esa
crisis fueron, en su mayoría, aquellas que tuvieron políticas responsables –en
relación a los que quebraron- para el manejo de los fondos de los depositantes.
Y más de una década después, mal que mal, los afectados y el país se han ido
recuperando. Lo inentendible es que hablaban, los asambleístas, de dignidad
cuando justificaban su voto favorable para aprobar la Ley de Redistribución del
Gasto Social. Pero se equivocaron: no es digno, ni de nueva izquierda, acostumbrar a la gente al asistencialismo del Estado en lugar de promover el
desarrollo de sus talentos colectivamente.
Lo de fondo es que
este es un debate, ante todo, electoral. Fue Guillermo Lasso, demostrando una
limitación del intelecto político no perdonable, quién en primer lugar propuso
el incremento del bono para ganar adeptos en el marco de su campaña electoral.
Y es Correa, el candidato oficial, quién tomó la decisión de incrementarlo,
precisamente, a la cifra propuesta por Lasso. Solo que financiándolo con las
ganancias de los bancos. ¿Cuáles son los criterios técnicos para fijar los 50
dólares? ¡No existen! Es un capricho más del caudillo para dar lecciones de
poder. ¿Hasta cuándo seguirán siendo tan irresponsables en la toma de
decisiones? Y lo más grave es que el Bono de Desarrollo Humano –repito- consolida
la idea de un Estado omnipresente y subsidiario que, con sus mecanismos de
clientelismo electoral, insulta la capacidad de la gente para emprender y
alcanzar sus proyectos de vida en base a sus talentos y destrezas. Señores y
señoras: ¡Bienvenidos al flamante Populismo del Siglo XXI!
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