Miguel Molina Díaz
Sin
lugar a dudas, las elecciones presidenciales del domingo pasado en Venezuela
constituyen uno de los eventos de mayor trascendencia en la política
latinoamericana actual. Los ojos del mundo estuvieron volcados a los sucesos
que concluyeron con la reelección del presidente Hugo Chávez Frías. Su discurso
del triunfo estuvo matizado por su habitual retórica demagógica que esta vez lo
llevó a afirmar: “Esta Venezuela de hoy es la mejor Venezuela que hemos tenido
en 200 años”.
Pese
al festejo oficial, me atrevo a pensar que Chávez fue uno de los más
sorprendidos por el resultado. De hecho, eso se puede inducir de ese primer
discurso ofrecido desde el balcón del Palacio de Miraflores, en el que, a pesar
de no mencionar a Capriles, reconoció la vocación democrática de la oposición.
Claro que el resultado impresionó y conmovió a Chávez, fue probablemente la
noche más feliz de su vida.
Lo
cierto es que venció a pesar de las limitaciones de su actividad de campaña en
relación a la del candidato opositor. Mientras Capriles visitó alrededor de 274
ciudades y pueblos, el mandatario solo logró hacerlo en 25. Mientras Capriles
se dedicó a realizar una campaña propositiva, basada en propuestas, el Jefe de
Estado llevó a cabo una contienda desesperada, basada en insultos y amenazas.
La oposición fue capaz de encargar la batuta a un candidato joven, lleno de
salud, con un intelecto brillante y una trayectoria política solida, en
contraposición al presidente que se presentó en convalecencia por su
tratamiento del cáncer, con discursos grotescos y, como último recurso, su
llanto.
Chávez
triunfó a pesar de enfrentarse a un candidato superior a él en todas las
facetas posibles. Tan grande fue el terror de la candidatura chavista a la
superioridad de Capriles que el presidente se negó reiteradamente a mantener un
debate con su contrincante; un debate en el que lo hubiera fulminado
intelectualmente. Después de todo los argumentos del presidente fueron de tal
bajeza que calificó a su contendor de “fascista” (a un descendiente de sobrevivientes
del Holocausto!). De todos modos, esa superioridad se confirmó con la digna
aceptación de Capriles de su derrota.
Más
allá de los hechos son muchos los puntos que se deben analizar. Por ejemplo, la
certeza de una oposición capaz de concentrar la confianza de la mitad del país.
Si bien es cierto que la retórica chavista sigue teniendo fuerza, sus gastados
argumentos se han vuelto incapaces de arrasar estrepitosamente en las urnas. Y
ese es el espacio que no se puede perder. La única seguridad que nos llevamos
de la jornada electoral es que, a juzgar por el crecimiento progresivo que ha
tenido la oposición, será la última elección que gana Chávez hasta el fin de
los siglos.
Poco
a poco la lucha está dejando de ser entre el pasado recalcitrante que causó el
Caracazo y el supuesto presente esperanzador de la Revolución Bolivariana, pues
el gobierno de Chávez cada día se consolida más como columna vertebral del
status quo. Pronto no le servirá de nada acusar a los candidatos contrarios de
“hijos de las burguesía” (condición perfectamente aplicable a Simón Bolívar). La
oposición ya no es la de los viejos políticos al estilo Carlos Andrés Pérez,
por el contrario, cada vez es más refrescante, más articulada, más en sintonía
con las aspiraciones populares.
Chávez
inaugurará un nuevo mandato que despierta interminables dudas. El modelo
económico clientelar en el que se sostiene el proyecto chavista se sostiene en
la capacidad de gasto corriente del Estado. ¿La seguirá teniendo? Por otro
lado, la democracia está lesionada, casi herida de muerte. No existe
independencia de las instituciones y Venezuela ya abandonó la Declaración
Americana sobre Derechos Humanos. La población esta dividida en bandos
antagónicos, el fanatismo político –resultado del fervoroso populismo
caudillista- ha polarizado, como nunca antes, a la sociedad. La violencia, el
odio clasista y la delincuencia es el día a día de la Venezuela bajo el
chavismo.
Termino
este análisis reconociendo que la real gran obra del chavismo es la juventud
que ha surgido como resultado de 14 años de arbitrariedades (pronto serán 20,
es decir, los niños, adolescentes y jóvenes venezolanos sólo habrán conocido un
presidente, a Chávez). Me refiero a una juventud propositiva, deliberante,
profundamente comprometida con el futuro del país. Una juventud que de la mano
de Capriles recorrió en campaña el territorio nacional aprendiendo a amar,
sobre todas las cosas, a su Venezuela.
Cuando el joven Hugo Chávez fracasó en su intentona
golpista, al ser aprisionado, pronunció la frase que sembraría la fiebre de la profecía
revolucionaria en Venezuela. “Por ahora” dijo Chávez aceptando su rendición
frente a los medios. Veinte años después, tengo la impresión de que los papeles
se han cambiado. Ganó las elecciones presidente Chávez, por ahora.
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