Miguel Molina Díaz
Las diferencias entre el
occidente y los estados confesionales islámicos han cavado un pozo profundo y
doloroso en el mundo que habitamos. Fueron, si es posible adjetivarlas,
devastadoras las imágenes que desde Libia mostraban el cuerpo del embajador
estadounidense, Christopher Stevens, extinto a consecuencia de la violencia
desenfrenada. Y precisamente, el fosforo que encendió la furia del mundo árabe
no es más que un lamentable tráiler de una película anti islamita que nadie ha
visto.
El tráiler es posible
encontrarlo en internet y es ciertamente irrespetuoso si hacemos el intento de
verlo desde la perspectiva del musulmán practicante (aunque probablemente
nuestra condición de occidentales nos impida verlo desde esa perspectiva). Este
rodaje, dirigido por quién parece ser un pésimo director de cine, ha causado
los estragos más feroces en las principales ciudades musulmanas y una cruda
cacería de brujas en contra de las embajadas de las potencias occidentales.
En 1989 ya se podían
adivinar síntomas sobre lo que sería el antagonismo cultural y religioso al que
estamos asistiendo. Ese año el Ayatolá Rujola Jomeni condenaba a muerte y
ofrecía recompensa por la cabeza del escritor de origen indio Salman Rushdie,
como respuesta a su libro Los versos satánicos. En esta novela, entre otros
acontecimientos de ficción, Mahoma recibe del arcángel Gabriel el permiso de
aceptar un pacto con la sacerdotisa Hind, por el cual admite se que venere a
tres dioses paganos como súbditos de Alá, el dios supremo.
El resultado de esta
decisión es la desconfianza hacia Mahoma, incluso por parte de sus propios
seguidores. Afligido el profeta recurre a la divinidad y descubre que la
revelación que tuvo para aceptar el pacto no provino del arcángel Gabriel sino
del demonio, que se hizo pasar por Gabriel. Este episodio, que al parecer cuestionó
la integridad religiosa y monoteísta de venerado profeta del islam, fue
considerado un delito de tal envergadura que su única sanción admisible podía
ser la muerte.
Más de veinte años
después la persecución al estilo de vida y al pensamiento de Occidente no se
ejerce solamente desde los líderes teocráticos de esos Estados, sino es una
exigencia de los miles de habitantes de esos países. Un llama de odio de ha
encendido entre dos visiones del cosmos. Los atentados terroristas del 11 de
septiembre del 2001 no hicieron más que encender la mecha de una bomba que
detonaría progresivamente e incrementando sus resultados caóticos.
El respeto a la práctica
religiosa es indiscutiblemente un derecho humano. Pero el fanatismo dogmatico e
incapaz de escuchar razones o tolerar formas de pensar divergentes no hace sino
demostrar lo peor de nuestro género humano. Así como la discriminación
miserable que sufrieron los musulmanes en Estados Unidos después del 11 de
septiembre, las protestas trogloditas para que todo occidente sea fusilado por
un tráiler son la corroboración del peligro al que la humanidad está expuesta.
Al parecer no hemos aprendido de los errores históricos, del holocausto, de las
luchas fratricidas.
Alguna vez conocí a un
musulmán que se dedicó a hablar de la paz después de haber perdido a sus padres
y hermanos por parte de los judíos que luchaban por la consolidación de su
Estado en 1948. Su suprema muestra de perdón fue casarse con una mujer judía.
Ahora quisiera recordar su nombre, llamarlo, pedirle un consejo, pero entre
tanto caos encontrarlo ha sido imposible.
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