29 oct 2012

Tres debates, una elección




Miguel Molina Díaz

En los Estados Unidos finalizaron los tres debates presidenciales previos a la elección del próximo presidente. Hubo, además, un debate entre los candidatos a la vicepresidencia que notablemente aventajó al actual segundo mandatario de ese país, un lobo viejo de la política norteamericana que ocupó por cuatro décadas una silla en el Senado. Los debates presidenciales en la política estadounidense se remontan al tiempo de Lincoln, es decir, son una vieja tradición democrática de ese país. El primer debate televisado ocurrió en 1950, en el cual el joven y carismático John F. Kennedy se impuso sobre el entonces vicepresidente Richard Nixon.

El presidente Obama, uno de los oradores más aclamados de nuestro tiempo, tuvo un deficiente desempeño en el primer debate que mantuvo con su contendor, Mitt Romney, el 3 de octubre en Denver. En esa ocasión Romney –candidato por el Partido Republicano- aprovechó las flaquezas del gobierno demócrata para atacar al presidente, mientras Obama mantuvo una actitud sombría, con la mirada en el piso durante los momentos neurálgicos. La economía, el desempleo, las atribuciones del Gobierno Federal fueron los temas a tratar.

La visión de Romney, sin lugar a dudas macabra, clamaba por el regreso de ese militarismo estadounidense que tan nefasta factura le sacó al mundo durante la administración de Bush. La privatización de los servicios públicos, como la educación, y la muerte del Obamacare (reforma al sistema de salud), fueron postulados del candidato republicano.

En el segundo debate la recuperación de Obama fue admirable, sobre todo en el momento de criticar categóricamente el uso político y electoral que Romney hacía de la figura de Christopher Stevens, el embajador que falleció durante los ataques de turbas fanáticas musulmanas a la embajada estadounidense en Libia. Lo cierto es que el equipo del presidente tuvo que preverlo todo para recuperar los puntos perdidos en las encuestas a causa del primer debate.

El tercer y último debate, según los analistas, también lo ganó el presidente Obama. Tanta fue su superioridad que cuando terminó el encuentro el mandatario le señaló a su contrincante el lugar en donde debían despedirse, hecho que a pesar de carecer de relevancia temática, es importante a la hora de analizar el mensaje no verbal de los candidatos. Obama recuperó la seguridad, la frontalidad, su solvente capacidad para no solo lograr concentrar la atención del público sino cautivarlo y convencerlo.

Los debates presidenciales pueden ser analizados en dos sentidos. Primero como una muestra de profunda vocación democrática e institucional, de la cual debemos aprender los países en donde los presidentes –inmersos en el ego absurdo derivado del poder- se niegan a someterse a debates alegando argumentos insulsos. Tal fue el caso de Hugo Chávez, que al ser desafiado a debatir, respondió incrementando los insultos a su contrincante. El debate de los candidatos a las dignidades de elección popular, en realidad, es un derecho de la ciudadanía que debe ser considerado como un elemento importante de la democracia.

En segundo lugar debemos decir que el debate televisivo ha debilitado la valoración sobre ideas y argumentos. En ese sentido es interesante el análisis de Giovanni Sartori en su obra Videopolítica, en donde reflexiona sobre el lugar en donde realmente sucede la política: la televisión. Si partimos de esa premisa debemos preguntarnos si la imagen de los candidatos, sus poses, sus sonrisas, la mirada a la cámara, las gesticulaciones y el movimiento de las manos es realmente importante a la hora de elegir a quienes dirigirán el Estado. Y si bien la respuesta, obviamente, es que no, lo cierto es que desafortunadamente esa imagen que se proyecta por las pantallas tiene una incidencia drástica en los resultados: hay que recordar, como ejemplo, el debate entre Rodrigo Borja y Febres Cordero en el que este último, que salió vencedor en los comicios, desafió al candidato socialdemócrata a que lo mirara a los ojos.

Ese campo minado y ambiguo es en donde se configura la realpolitik. Ahora marcada por lo que Mario Vargas Llosa ha denominado la sociedad del espectáculo, una sociedad en donde la vocación por el drama y la noticia escandalosa están sobre cualquier tipo de análisis. Los candidatos ya no surgen de las luchas y procesos sociales, ahora se los fabrica por equipos que diseñan su imagen, sus discursos, sus símbolos. La premisa no es aplicable a todos los políticos en términos absolutos, pero sin embargo es la regla general.

Más allá de esa reflexión, que me parece trascendente y oportuna, creo que el presidente Obama encarna un proceso en el cual la lucha por los derechos civiles y la visualización de los sujetos excluidos es por fin reconocida y aceptada en una sociedad que en el pasado estuvo acostumbrada –incluso legislativamente- a la discriminación. Hace medio siglo el presidente Kennedy tuvo que enfrentarse con los sectores conservadores para que un joven afroamericano pueda estudiar en una universidad de blancos. Además de la inferioridad de Romney y el peligro que representan sus retrogradas creencias y propuestas, la reelección de Barack Obama abriría el camino a la consolidación de una democracia más equilibrada, alejada de los miedos y prejuicios republicanos. Su madurez política será esencial para afrontar un mundo colosal y en permanente reconfiguración, totalmente diferente al que cualquier ex presidente estadounidense haya conocido.


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