Miguel Molina Díaz
En
los Estados Unidos finalizaron los tres debates presidenciales previos a la
elección del próximo presidente. Hubo, además, un debate entre los candidatos a
la vicepresidencia que notablemente aventajó al actual segundo mandatario de
ese país, un lobo viejo de la política norteamericana que ocupó por cuatro
décadas una silla en el Senado. Los debates presidenciales en la política
estadounidense se remontan al tiempo de Lincoln, es decir, son una vieja tradición
democrática de ese país. El primer debate televisado ocurrió en 1950, en el
cual el joven y carismático John F. Kennedy se impuso sobre el entonces
vicepresidente Richard Nixon.
El
presidente Obama, uno de los oradores más aclamados de nuestro tiempo, tuvo un
deficiente desempeño en el primer debate que mantuvo con su contendor, Mitt
Romney, el 3 de octubre en Denver. En esa ocasión Romney –candidato por el
Partido Republicano- aprovechó las flaquezas del gobierno demócrata para atacar
al presidente, mientras Obama mantuvo una actitud sombría, con la mirada en el
piso durante los momentos neurálgicos. La economía, el desempleo, las
atribuciones del Gobierno Federal fueron los temas a tratar.
La
visión de Romney, sin lugar a dudas macabra, clamaba por el regreso de ese
militarismo estadounidense que tan nefasta factura le sacó al mundo durante la
administración de Bush. La privatización de los servicios públicos, como la
educación, y la muerte del Obamacare (reforma al sistema de salud), fueron
postulados del candidato republicano.
En
el segundo debate la recuperación de Obama fue admirable, sobre todo en el
momento de criticar categóricamente el uso político y electoral que Romney
hacía de la figura de Christopher Stevens, el embajador que falleció durante
los ataques de turbas fanáticas musulmanas a la embajada estadounidense en Libia.
Lo cierto es que el equipo del presidente tuvo que preverlo todo para recuperar
los puntos perdidos en las encuestas a causa del primer debate.
El
tercer y último debate, según los analistas, también lo ganó el presidente
Obama. Tanta fue su superioridad que cuando terminó el encuentro el mandatario
le señaló a su contrincante el lugar en donde debían despedirse, hecho que a
pesar de carecer de relevancia temática, es importante a la hora de analizar el
mensaje no verbal de los candidatos. Obama recuperó la seguridad, la
frontalidad, su solvente capacidad para no solo lograr concentrar la atención
del público sino cautivarlo y convencerlo.
Los
debates presidenciales pueden ser analizados en dos sentidos. Primero como una
muestra de profunda vocación democrática e institucional, de la cual debemos
aprender los países en donde los presidentes –inmersos en el ego absurdo
derivado del poder- se niegan a someterse a debates alegando argumentos
insulsos. Tal fue el caso de Hugo Chávez, que al ser desafiado a debatir,
respondió incrementando los insultos a su contrincante. El debate de los
candidatos a las dignidades de elección popular, en realidad, es un derecho de
la ciudadanía que debe ser considerado como un elemento importante de la
democracia.
En
segundo lugar debemos decir que el debate televisivo ha debilitado la
valoración sobre ideas y argumentos. En ese sentido es interesante el análisis
de Giovanni Sartori en su obra Videopolítica, en donde reflexiona sobre el
lugar en donde realmente sucede la política: la televisión. Si partimos de esa
premisa debemos preguntarnos si la imagen de los candidatos, sus poses, sus
sonrisas, la mirada a la cámara, las gesticulaciones y el movimiento de las
manos es realmente importante a la hora de elegir a quienes dirigirán el
Estado. Y si bien la respuesta, obviamente, es que no, lo cierto es que
desafortunadamente esa imagen que se proyecta por las pantallas tiene una
incidencia drástica en los resultados: hay que recordar, como ejemplo, el
debate entre Rodrigo Borja y Febres Cordero en el que este último, que salió
vencedor en los comicios, desafió al candidato socialdemócrata a que lo mirara
a los ojos.
Ese
campo minado y ambiguo es en donde se configura la realpolitik. Ahora marcada por lo que Mario Vargas Llosa ha
denominado la sociedad del espectáculo, una sociedad en donde la vocación por
el drama y la noticia escandalosa están sobre cualquier tipo de análisis. Los
candidatos ya no surgen de las luchas y procesos sociales, ahora se los fabrica
por equipos que diseñan su imagen, sus discursos, sus símbolos. La premisa no
es aplicable a todos los políticos en términos absolutos, pero sin embargo es
la regla general.
Más
allá de esa reflexión, que me parece trascendente y oportuna, creo que el
presidente Obama encarna un proceso en el cual la lucha por los derechos
civiles y la visualización de los sujetos excluidos es por fin reconocida y
aceptada en una sociedad que en el pasado estuvo acostumbrada –incluso
legislativamente- a la discriminación. Hace medio siglo el presidente Kennedy
tuvo que enfrentarse con los sectores conservadores para que un joven
afroamericano pueda estudiar en una universidad de blancos. Además de la inferioridad
de Romney y el peligro que representan sus retrogradas creencias y propuestas,
la reelección de Barack Obama abriría el camino a la consolidación de una
democracia más equilibrada, alejada de los miedos y prejuicios republicanos. Su
madurez política será esencial para afrontar un mundo colosal y en permanente
reconfiguración, totalmente diferente al que cualquier ex presidente
estadounidense haya conocido.