Era
inevitable: cerca de las 5 de la tarde del mismo día en que murió Stalin,
Maduro anunciaba, con lágrimas en los ojos, el descenso de uno de los líderes
más emblemáticos de Latinoamérica. Desde ese momento, las mareas de
revolucionarios han pintado de rojo las calles de Caracas y con una tristeza
inconmensurable, dan el último adiós a Chávez.
No
es coherente, sin embargo, las lágrimas de quienes se definen como los sectores
progresistas del continente. El comandante, en el frenesí de su poder, no fue
la fiel imagen del progresismo. Y son incontables los ejemplos, como cuando
calificó a su rival, que es descendiente de sobrevivientes judíos, como
“fascista y homosexual”.
Tal
vez el caso más doloroso del legado de horror que deja el chavismo es la
historia de la jueza María de Lourdes Afiuni. El comandante, colérico por una
decisión apegada a derecho de la jueza, la condenó a prisión desde una cadena
televisiva. Afiuni fue violada por sus carceleros, después de lo cual quedó
embarazada y abortó en el silencio lúgubre de su prisión.
Sesenta
años después de la muerte de Stalin, la población eufórica pide que Chávez sea
enterrado junto a Bolívar. ¡Como si el Libertador fuera sólo de los chavistas!
¡Como si ellos pudieran decidir por todos los latinoamericanos! Y es de
realismo mágico la decisión de embalsamarlo y velarlo por 14 días como un
pontífice.
Pienso
en los presos políticos, los exiliados, las violaciones a los derechos humanos,
los medios de comunicación cerrados, así como en la hipocresía de todos los
políticos que han ido a dejarle flores al féretro.
Esto
me recuerda a un cuento de Cortázar en el cual una casa es tomada
progresivamente por el miedo y el poder, frente a la resignación de sus
habitantes incapaces de protestar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario