Miguel Molina Díaz
El
26 de febrero pasado el Tribunal Tercero de Garantías Penales de Pichincha
emitió su sentencia dictando un año de prisión para los “10 de Luluncoto” por
tentativa de terrorismo organizado. Las pruebas en contra de los 10 jóvenes
son, sin un atisbo de duda, exactamente las mismas que las dictaduras
sesenteras y setenteras utilizaban para perseguir a las agrupaciones de
izquierda (tal vez este dato se le olvidó a Vicente Albornoz cuando escribió
que el actual régimen es de izquierda y que la izquierda coarta las
libertades). Seguramente, en las respetables residencias de muchos
colaboradores del gobierno habrá muchos más libros sobre el Che y discos de música
protesta que aquellos escasos utilizados para probar la acusación en contra de
los 10 de Luluncoto. “Tenían como objetivo la toma del poder por medio de las
armas” ha dicho el fiscal José Luis Jaramillo. ¿Acaso hace muchos años ese no
fue el objetivo de la agrupación a la que pertenecía la ministra Mirella
Cardenas? ¿O la de los presidentes amigos de este régimen como Daniel Ortega,
Hugo Chávez o (lamento ponerlo en esta lista) José Mujica?
Sin
embargo, lo más preocupante no es la hipocresía de quienes se dicen
revolucionarios sino la criminalización, ya ni siquiera de la protesta social,
sino del pensamiento divergente. Cuatro días antes de que se conozca la
sentencia sobre los “10 de Luluncoto”, 12 estudiantes del Instituto Tecnológico
Superior Central Técnico fueron detenidos en el marco de una protesta por el
supuesto cambio de nombre de esa institución educativa. A estos 12 jóvenes que
en pocos meses iban a obtener su título de bachilleres se les acusa de rebelión
(art. 218 del Código Penal), un tipo penal que, en base a datos de la Comisión
Ecuménica de Derechos Humanos, ha sido utilizada sólo tres veces en la
historia: en 1986 contra Frank Vargas Pazzos por el caso de Taura, en el 2000
en contra de los coroneles de Gutiérrez que se rebelaron contra Mahuad y en el
2010 por la insubordinación del 30 de septiembre. Los “12 del Central Técnico”
serán el cuarto caso en que se abra un proceso alegando el cometimiento de ese
tipo penal.
El
gobierno de la Revolución Ciudadana olvida que esos mismos métodos violentos,
cuando eran para resguardar sus intereses, fueron por ellos avalados: por
ejemplo cuando una turba enardecida atacó a los diputados de los manteles a las
afueras del Hotel Colón o cuando irrumpieron a la fuerza en el Tribunal Supremo
Electoral. ¡Claro! En esa época nada de eso era rebelión o terrorismo porque no
era contra el régimen sino contra la partidocracia corrupta y mediocre que
pretendía impedir la convocatoria a la Constituyente. ¡Qué falsos son los
dizque revolucionarios! ¿Cuándo van a entender que no hacen más que sembrar
odio y dividir? La comodidad del Palacio
y los suntuosos despachos en las instancias de la Administración Pública han borrado
su memoria: olvidaron que muchos de ellos, durante los nefastos gobiernos
partidocraticos, también salían a las calles, quemaban llantas, lanzaban
piedras y resistían el gas lacrimógeno. No todos, claro. La mayoría de ellos
son gente que vive y come de la palabra izquierda pero que jamás emprendieron
ninguna lucha política. La mayoría de los revolucionarios son burócratas que
poco les interesa comprender la necesidad de la crítica y la protesta. Que gran
pena que así sean las cosas. En su ceguera y comodidad, el presidente Correa y
sus secuaces han olvidado las palabras del Che Guevara: “la revolución se lleva
en el corazón, no en la boca para vivir de ella”.
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