“En tanto que mil lucecitas, como agujas, cosían las
tinieblas”.
P.P.
Miguel Molina Díaz
Leía
cuanta novela romancista le caía en las manos. A sus quince años ganó su primer
concurso literario por una autobiografía llamada “El Huefanito”. Benjamín
Carrión, en su intento por inventarse un país allí donde no existía nada, lo
descubrió sin imaginarse los alcances de ese descubrimiento. Palacio, como
sería llamado y evocado con admiración y nostalgia por sus seguidores, nació en
Loja el 25 de enero de 1906.
El
Ecuador en el que le tocó vivir se hallaba entregado -¿acaso ciegamente?- al
realismo social de los escritores del llamado grupo de Guayaquil de los años
treinta. Gallegos Lara, por su vida más que por su obra, ya era una leyenda. En
esa misma época el ecuatoriano más universal de todos los tiempos, Jorge Icaza,
publicaba su obra maestra y daba a conocer el indigenismo ecuatoriano al
mundo.
El
realismo social ecuatoriano estaba atravesado por un estilo costumbrista –de
altísima calidad– profundamente conectado con la reivindicación de los
excluidos. La lucha de clases y la explotación a los más débiles, que en el
mundo provocaban la dicotomía política e ideológica por excelencia, en el
Ecuador constituían la materia prima de la literatura y del arte en general.
Los cholos, los montubios, los indígenas, es decir, los pobres, eran los temas
sobre los cuales nacía la creación literaria.
En
ese contexto la obra de Palacio irrumpió con desenfrenada violencia y
resquebrajó los cánones literarios vigentes. Se negó a formar parte del
realismo social que, en el país, era una obligación moral para los artistas. Y
esto a pesar de su militancia socialista, que lejos de ser para él un dogma, era
una forma de vida en la cual creía sin sectarismos ni verdades absolutas.
Palacio supo separar su trabajo de creación artística del marxismo y de lo
“políticamente correcto”.
La
obra de Palacio es considerada por los críticos y estudiosos como la piedra
fundacional de la vanguardia en el Ecuador y de hecho lo es. Él no escribía
sobre la lucha de clases sino sobre lo que le daba la gana. Un tema recurrente
en sus relatos es la psicología del ser humano, sus traumas, sus complejos, sus
miedos, todo aquello que lo define y aturde. Los personajes de sus libros son
extraños, como era él: un antropófago sádico, siamesas absurdas, mujeres que
miran las estrellas, un ahorcado.
Pablo
Palacio permitió una liberación estilística en la literatura nacional, un giro
de magnitudes irrepetibles. Y como el Ecuador es (incluso ahora, más que nunca)
un país en donde ser o pensar diferente es un delito, Palacio y su obra fueron
por larguísimos años marginados y llevados al olvido. Es en las últimas décadas
que, tal vez siguiendo las pistas de Benjamín Carrión, se ha redescubierto a
Palacio y se ha entendido su importancia. Una vez mermadas las pasiones
políticas y la ceguera, este escritor paradójicamente muerto a puntapiés (como
es el título de su más conocido relato), ha sido absuelto por la historia.
Si
una conclusión hemos de sacar sobre Palacio es su locura, la única conclusión
admisible para su grandeza. Murió, sí, en el manicomio Lorenzo Ponce de
Guayaquil a la edad de cuarenta años. Sus seguidores, sin embargo, afirman que
su obra fue escrita durante el periodo de su cordura. Yo pienso que siempre
estuvo loco porque hay que ser un enfermo mental incurable para escribir en un
país en donde la ceguera política esta sobre la autenticidad del humano.
Palacio era un vidente que no buscaba sino transmitir la naturaleza de sus
visiones, pues comprendía que ese era su deber con su tiempo. A ciento siete
años de su nacimiento siento que no vale la pena un país que no recuerda, todos
los días, a Pablo Palacio.