21 sept 2012

Alberto, el revolucionario



Miguel Molina Díaz

Alguna vez oí, hace mucho tiempo ya, que en el comedor de la casa de Alberto Acosta se sentaban los intelectuales de izquierda y soñaban con hacer la revolución. Compartían, en esas tertulias, los chismes politiqueros, la indignación contra los poderes facticos que gobernaban al país y, sobre todo, creían que era posible una realidad diferente. Sentados alrededor de la mesa idearon con minucioso detalle –así lo imagino yo– los llamados cinco ejes de la tan anhelada Revolución Ciudadana, que solo existía en sueños imposibles. Debes tener el valor de asumir el reto –me parece escuchar la voz de Acosta– llegó la hora revolucionaria –concluye. Y el hombre, más joven que él, a quién había dedicado esas palabras, sonríe, mira al infinito y siente, en el fondo de sí, un propósito mesiánico.

Tiempo después todos se volverían a ver, ya no en la casa de Alberto Acosta, sino en el buro político del partido de gobierno del Ecuador. Tiempo después el hombre joven a quién Acosta desafió para que asuma el reto, se sentaría en la silla de los comandantes en jefe. Tiempo después, los frustrados intelectuales que planificaron la revolución serían ministros, tendrían guardaespaldas, darían discursos y entrevistas, se enfrentarían a todos los partidos y los vencerían a todos, patearían el tablero político del país. Tiempo después –estas imágenes llegan como flashbacks a mi memoria– veríamos a Acosta entrando, con un terno claro como su integridad política, al recinto en donde la nueva constitución de la república se escribiría, en donde el futuro de los próximos 300 años se escribiría. Acosta se sienta, bajo el rostro dorado de Alfaro, a presidir la Asamblea Constituyente de Plenos Poderes, se convierte en el hombre más poderoso del país.

Alberto es como mi hermano, dice el joven mandatario, cuyos años de mayor fascinación universitaria los pasó leyendo los libros de economía que había escrito Alberto Acosta. La deuda eterna –recordaba el presidente para sí– marcó cada uno de mis días. Pero la revolución fue muy pequeña para hombres tan grandes, dirán algunos, y en medio de la crisis, los manotazos y las conspiraciones, el lúcido presidente declara: “Hoy nos quieren dividir, entre supuestos acostistas y correístas, en todo caso mi querido Alberto –y le dedica una mirada solemne–, si esto es cierto, aquí tienes al primer acostista del país”.

Con el tiempo las pasiones se aplacan. El primer acostista del país, día a día, se iba hundiendo en el légamo de su más gloriosa pesadilla: el poder. Nadie es indispensable, exclamarían soberbios los revolucionarios, cuando la Revolución Ciudadana comenzó a comerse a cada uno de sus padres. No sería Alberto Acosta la excepción, incluso sería una de las primeras víctimas del parricidio. Nos equivocamos con el Alberto, escuché decir a uno de los más fervientes revolucionarios, que dolido porque la revolución no le permitió presidir el legislativo, se convirtió en disidente y fue corriendo a pedirle perdón a Acosta.

Aprendiz de dictador, es el término usado ahora por el economista Acosta para referirse al joven que desde el comedor de su casa soñaba con ser presidente. Lo dice como si de alguna manera él no hubiera tenido nada que ver monstruo ni con la revolución que se planeó desde su residencia. Y es que han pasado tantos años, podría decirse que siglos. Con el tiempo, las cosas se ven más claras, nítidas, cristalinas, se ven como realmente son. De los padres de la revolución, no queda casi nadie. Solamente ese que cada día gana puntos para convertirse en el peor canciller de la historia. Todos los demás fueron procesados por traición, expulsados, insultados, ridiculizados. No quedan ideólogos, solo enceguecidos buitres a quienes los dogmas tapan los ojos como cataratas crónicas. No quedan revolucionarios, sino solo hienas hambrientas de más y más poder, y se empachan de todo lo que la revolución les puede dar. Este es el nuevo mundo que con la revolución hemos creado. Pronto quedarán solo restos: la revolución se pudrió y duele ver cómo van devorando con los pedazos de un país que prometieron cambiar.

En el bacón del Palacio, una vaca desaparece. Todavía es muy temprano para que llegue el otoño del patriarca. Todavía hay petróleo y dinero (y cuando se acaben, se explotará el Yasuní por más dinero y petróleo). El día es soleado, la luz entra por los ventanales de Carondelet. Acosta es el candidato de las izquierdas, le informan al mandatario. Su respiración se agita y frunce el seño. Ni siquiera tienen firmas, dice con voz seria, dura, pusilánime. En la tarde piensa en lo que dirá, con respecto a Acosta, en su próxima cadena sabatina. Todos son unos traidores, se dice a sí mismo y ya no recuerda haber leído los libros de Acosta. Desde hace mucho tiempo no recuerda las tertulias alrededor del comedor en la casa de Acosta. Subconscientemente comienza a pensar que él lo hizo todo solo, todo es su propio y exclusivo mérito.Por las calles de la ciudad corre Acosta en un intento por resucitar. Ahora está más viejo, pero sigue siendo Alberto Acosta. ¿Quién, sino él, podría enfrentar al monstruo que prostituyó los ideales revolucionarios? Se da ánimos. Se alienta. Sabe que la revolución con la cual alguna vez soñó se convirtió en el incestuoso proxeneta de su hija, la constitución de Montecristi. Le duele la constitución de Montecristi. La sabe violada, herida de muerte, agonizante. No está seguro si estamos a tiempo de rescatarla. No está seguro de poder vencer a un poderoso mandatario derechizado. Vuelve a darse ánimos, cierra y abre los ojos, emprende el camino. Uno de los pocos políticos integros del país vuelve al ruedo, sube una vez más al cuadrilátero, se pone los guantes y respira. Entonces, por un pequeño instante, en el país hay una leve esperanza.

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