Miguel Molina Díaz
Alguna vez oí, hace mucho tiempo
ya, que en el comedor de la casa de Alberto Acosta se sentaban los
intelectuales de izquierda y soñaban con hacer la revolución. Compartían, en
esas tertulias, los chismes politiqueros, la indignación contra los poderes facticos
que gobernaban al país y, sobre todo, creían que era posible una realidad
diferente. Sentados alrededor de la mesa idearon con minucioso detalle –así lo
imagino yo– los llamados cinco ejes de la tan anhelada Revolución Ciudadana,
que solo existía en sueños imposibles. Debes tener el valor de asumir el reto
–me parece escuchar la voz de Acosta– llegó la hora revolucionaria –concluye. Y
el hombre, más joven que él, a quién había dedicado esas palabras, sonríe, mira
al infinito y siente, en el fondo de sí, un propósito mesiánico.
Tiempo después todos se volverían
a ver, ya no en la casa de Alberto Acosta, sino en el buro político del partido
de gobierno del Ecuador. Tiempo después el hombre joven a quién Acosta desafió
para que asuma el reto, se sentaría en la silla de los comandantes en jefe.
Tiempo después, los frustrados intelectuales que planificaron la revolución
serían ministros, tendrían guardaespaldas, darían discursos y entrevistas, se
enfrentarían a todos los partidos y los vencerían a todos, patearían el tablero
político del país. Tiempo después –estas imágenes llegan como flashbacks a mi
memoria– veríamos a Acosta entrando, con un terno claro como su integridad
política, al recinto en donde la nueva constitución de la república se
escribiría, en donde el futuro de los próximos 300 años se escribiría. Acosta
se sienta, bajo el rostro dorado de Alfaro, a presidir la Asamblea
Constituyente de Plenos Poderes, se convierte en el hombre más poderoso del
país.
Alberto es como mi hermano, dice
el joven mandatario, cuyos años de mayor fascinación universitaria los pasó
leyendo los libros de economía que había escrito Alberto Acosta. La deuda eterna –recordaba el presidente
para sí– marcó cada uno de mis días. Pero la revolución fue muy pequeña para
hombres tan grandes, dirán algunos, y en medio de la crisis, los manotazos y
las conspiraciones, el lúcido presidente declara: “Hoy nos quieren dividir,
entre supuestos acostistas y correístas, en todo caso mi querido Alberto –y le
dedica una mirada solemne–, si esto es cierto, aquí tienes al primer acostista
del país”.
Con el tiempo las pasiones se
aplacan. El primer acostista del país, día a día, se iba hundiendo en el légamo
de su más gloriosa pesadilla: el poder. Nadie es indispensable, exclamarían
soberbios los revolucionarios, cuando la Revolución Ciudadana comenzó a comerse
a cada uno de sus padres. No sería Alberto Acosta la excepción, incluso sería
una de las primeras víctimas del parricidio. Nos equivocamos con el Alberto,
escuché decir a uno de los más fervientes revolucionarios, que dolido porque la
revolución no le permitió presidir el legislativo, se convirtió en disidente y fue
corriendo a pedirle perdón a Acosta.
Aprendiz de dictador, es el
término usado ahora por el economista Acosta para referirse al joven que desde
el comedor de su casa soñaba con ser presidente. Lo dice como si de alguna
manera él no hubiera tenido nada que ver monstruo ni con la revolución que se
planeó desde su residencia. Y es que han pasado tantos años, podría decirse que
siglos. Con el tiempo, las cosas se ven más claras, nítidas, cristalinas, se
ven como realmente son. De los padres de la revolución, no queda casi nadie.
Solamente ese que cada día gana puntos para convertirse en el peor canciller de
la historia. Todos los demás fueron procesados por traición, expulsados,
insultados, ridiculizados. No quedan ideólogos, solo enceguecidos buitres a
quienes los dogmas tapan los ojos como cataratas crónicas. No quedan
revolucionarios, sino solo hienas hambrientas de más y más poder, y se empachan
de todo lo que la revolución les puede dar. Este es el nuevo mundo que con la
revolución hemos creado. Pronto quedarán solo restos: la revolución se pudrió y
duele ver cómo van devorando con los pedazos de un país que prometieron
cambiar.
En el bacón del Palacio, una vaca
desaparece. Todavía es muy temprano para que llegue el otoño del patriarca.
Todavía hay petróleo y dinero (y cuando se acaben, se explotará el Yasuní por
más dinero y petróleo). El día es soleado, la luz entra por los ventanales de
Carondelet. Acosta es el candidato de las izquierdas, le informan al
mandatario. Su respiración se agita y frunce el seño. Ni siquiera tienen
firmas, dice con voz seria, dura, pusilánime. En la tarde piensa en lo que
dirá, con respecto a Acosta, en su próxima cadena sabatina. Todos son unos
traidores, se dice a sí mismo y ya no recuerda haber leído los libros de
Acosta. Desde hace mucho tiempo no recuerda las tertulias alrededor del comedor
en la casa de Acosta. Subconscientemente comienza a pensar que él lo hizo todo
solo, todo es su propio y exclusivo mérito.Por las calles de la ciudad corre Acosta en un
intento por resucitar. Ahora está más viejo, pero sigue siendo Alberto Acosta.
¿Quién, sino él, podría enfrentar al monstruo que prostituyó los ideales
revolucionarios? Se da ánimos. Se alienta. Sabe que la revolución con la cual
alguna vez soñó se convirtió en el incestuoso proxeneta de su hija, la
constitución de Montecristi. Le duele la constitución de Montecristi. La sabe
violada, herida de muerte, agonizante. No está seguro si estamos a tiempo de
rescatarla. No está seguro de poder vencer a un poderoso mandatario derechizado.
Vuelve a darse ánimos, cierra y abre los ojos, emprende el camino. Uno de los
pocos políticos integros del país vuelve al ruedo, sube una vez más al
cuadrilátero, se pone los guantes y respira. Entonces, por un pequeño instante,
en el país hay una leve esperanza.
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