24 sept 2012

El drama de la patria grande



Miguel Molina Díaz

Dijo que lo haría y así lo hizo. El Sistema Interamericano de Derechos Humanos solamente constituía un obstáculo a los anhelos revolucionarios, al sueño de Bolívar. El comandante se siente liberado. Ha dado la orden, por fin, de denunciar la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Con ese pretexto nos mantuvieron dominados, dice a su equipo, con esa convención subyugaron a su patio trasero latinoamericano. Todos asienten y aplauden, se sienten altivos, soberanos, únicos en su vehemencia revolucionaria.

Hace calor en Caracas, en el Palacio de Miraflores se pueden sentir las últimas (pero todavía radiantes) manifestaciones de un verano sin precedentes. El canciller Maduro ingresa al salón principal, en donde desde hace tantos años habita el poder. Hace un saludo militar a su jefe y con una sonrisa le informa que hay noticias. El secretario Insulsa lamenta nuestra decisión, le dice al comandante, espera que en el año que nos queda por delante rectifiquemos. ¿Qué año? Su pregunta suena histérica, al fin y al cabo, él nunca entendió el derecho internacional imperialista. La denuncia de la convención se hará efectiva en un año, responde Maduro. ¡Entonces debimos denunciarla hace un año, para ser libres ahora! Gritó el comandante y lamentó no poder retroceder el tiempo. Es lo único que le falta.

Nadie, ni Videla, ni Pinochet, y menos el cobarde de Fujimori tuvieron el valor de hacerlo. Sólo Trinidad y Tobago se atrevió a denunciarla para mantener su sagrado derecho a la pena de muerte. Ya no tendría el dolor de cabeza de pensar en las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que tanto desprestigio le habían causado. Nosotros dimos el primer paso, dice complacido, Rafael, Evo y Daniel deben seguirnos. Maduro le dice que los informes de la Comisión Interamericana seguirán redactándose. ¡¿Por qué?! Entra en un estado furioso. ¡Si ya no tenemos nada que ver con eso! Le explican que para liberarse de la jurisdicción de la Comisión Interamericana deben denunciar la Carta de la OEA, salirse del sistema panamericano, pelearse con todos. ¡Mierda –exclama fuera de sí– sólo es cuestión de tiempo para que muera definitivamente la OEA!

En los medios de comunicación los líderes de la oposición intentan explicar que la Corte Interamericana de Derechos Humanos no es la versión moderna del Consejo de Indias español, encargado de la administración de las colonias americanas. El sistema de derechos humanos, dicen los analistas, se creó para combatir las desapariciones y torturas durante las dictaduras sanguinarias del cono Sur y Centro América. Pero nadie les cree ni a los políticos que defienden el sistema, ni a los analistas, ni a los periodistas. Por primera vez, en más de treinta años, la patria grande de Bolívar se encuentra desprotegida, sin tutela a los derechos humanos, liberada plenamente del imperio.

En la tarde el comandante pregunta: ¿cómo va el asunto de Capriles? Y tose, no puede evitar toser. Se siente obligado a eliminar su cáncer por medio de un decreto o en el ejercicio de su facultad histórica para emitir leyes habilitantes. Ya se difundió a nivel nacional sobre el plan de gobierno oculto, le informan, todos hablan sobre el paquetazo neoliberal de Capriles. ¡Bien –exclama el comandante– todos son unos servidores del imperio! Pero, ¿qué sentido tendría haber denunciado la Convención Americana si Capriles gana las elecciones? Seguro él volverá al sistema. ¡No –se dice a sí mismo–, Capriles no puede ganar! Piensa en las declaraciones del general del ejército cuando afirmó que las fuerzas armadas estaban casadas con el proceso. Su marido, dice mientras mira por la ventana de Miraflores. Soy su marido.

Nadie entiende que si gana Capriles habrá guerra civil. Eso le indigna al comandante. Dedicó los mejores años de su vida por una nación que está en peligro de dejarse convencer por Capriles. ¡Ya entiendo –grita mientras se sienta, pues se siente cansado– estas son las falencias de la democracia, carajo! Lamenta el deterioro en su salud, si tan solo fuera un poco más joven no le faltarían fuerzas para destruir inmisericordemente a Capriles haciendo campaña. ¡Nada de péndulos democráticos –se repite– la revolución tiene que durar un siglo! No es cierto, reflexiona, que si la izquierda y la derecha se alterna en el poder, eso será saludable para la democracia. ¡Todo esto es un engaño –y siente una punzada de dolor en el pecho –no nos pueden ganar!


Atardece en Miraflores. En Caracas la gente sale de sus oficinas y, poco a poco, se dirigen a sus casas. Prenden las televisiones. Se oyen las reacciones internacionales por la decisión venezolana de abandonar el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Las familias suspiran, ya están acostumbrados a las malas noticias. Capriles desmiente que tenga un paquetazo neoliberal escondido debajo de la manga, todo es un invento de William Ojeda, un flamante chavista que intenta ganarse la simpatía del poder. Además, decide la expulsión del legislador Caldera por actos de corrupción. Así va su campaña. La gente le cree. Y los que no creen en la oposición, creen que Venezuela necesita un cambio. Un descanso. Descansemos un periodo de la revolución bolivariana, dice una madre de familia durante la cena. Y todos sus hijos asienten. 

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