Miguel
Molina Díaz
Dijo que lo
haría y así lo hizo. El Sistema Interamericano de Derechos Humanos solamente
constituía un obstáculo a los anhelos revolucionarios, al sueño de Bolívar. El
comandante se siente liberado. Ha dado la orden, por fin, de denunciar la
Convención Americana sobre Derechos Humanos. Con ese pretexto nos mantuvieron
dominados, dice a su equipo, con esa convención subyugaron a su patio trasero
latinoamericano. Todos asienten y aplauden, se sienten altivos, soberanos,
únicos en su vehemencia revolucionaria.
Hace calor en
Caracas, en el Palacio de Miraflores se pueden sentir las últimas (pero todavía
radiantes) manifestaciones de un verano sin precedentes. El canciller Maduro
ingresa al salón principal, en donde desde hace tantos años habita el poder.
Hace un saludo militar a su jefe y con una sonrisa le informa que hay noticias.
El secretario Insulsa lamenta nuestra decisión, le dice al comandante, espera
que en el año que nos queda por delante rectifiquemos. ¿Qué año? Su pregunta
suena histérica, al fin y al cabo, él nunca entendió el derecho internacional
imperialista. La denuncia de la convención se hará efectiva en un año, responde
Maduro. ¡Entonces debimos denunciarla hace un año, para ser libres ahora! Gritó
el comandante y lamentó no poder retroceder el tiempo. Es lo único que le
falta.
Nadie, ni
Videla, ni Pinochet, y menos el cobarde de Fujimori tuvieron el valor de
hacerlo. Sólo Trinidad y Tobago se atrevió a denunciarla para mantener su
sagrado derecho a la pena de muerte. Ya no tendría el dolor de cabeza de pensar
en las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que tanto
desprestigio le habían causado. Nosotros dimos el primer paso, dice complacido,
Rafael, Evo y Daniel deben seguirnos. Maduro le dice que los informes de la
Comisión Interamericana seguirán redactándose. ¡¿Por qué?! Entra en un estado
furioso. ¡Si ya no tenemos nada que ver con eso! Le explican que para liberarse
de la jurisdicción de la Comisión Interamericana deben denunciar la Carta de la
OEA, salirse del sistema panamericano, pelearse con todos. ¡Mierda –exclama
fuera de sí– sólo es cuestión de tiempo para que muera definitivamente la OEA!
En los medios de
comunicación los líderes de la oposición intentan explicar que la Corte
Interamericana de Derechos Humanos no es la versión moderna del Consejo de
Indias español, encargado de la administración de las colonias americanas. El
sistema de derechos humanos, dicen los analistas, se creó para combatir las
desapariciones y torturas durante las dictaduras sanguinarias del cono Sur y
Centro América. Pero nadie les cree ni a los políticos que defienden el
sistema, ni a los analistas, ni a los periodistas. Por primera vez, en más de
treinta años, la patria grande de Bolívar se encuentra desprotegida, sin tutela
a los derechos humanos, liberada plenamente del imperio.
En la tarde el
comandante pregunta: ¿cómo va el asunto de Capriles? Y tose, no puede evitar
toser. Se siente obligado a eliminar su cáncer por medio de un decreto o en el
ejercicio de su facultad histórica para emitir leyes habilitantes. Ya se
difundió a nivel nacional sobre el plan de gobierno oculto, le informan, todos
hablan sobre el paquetazo neoliberal de Capriles. ¡Bien –exclama el comandante–
todos son unos servidores del imperio! Pero, ¿qué sentido tendría haber
denunciado la Convención Americana si Capriles gana las elecciones? Seguro él
volverá al sistema. ¡No –se dice a sí mismo–, Capriles no puede ganar! Piensa
en las declaraciones del general del ejército cuando afirmó que las fuerzas
armadas estaban casadas con el proceso. Su marido, dice mientras mira por la
ventana de Miraflores. Soy su marido.
Nadie entiende
que si gana Capriles habrá guerra civil. Eso le indigna al comandante. Dedicó
los mejores años de su vida por una nación que está en peligro de dejarse
convencer por Capriles. ¡Ya entiendo –grita mientras se sienta, pues se siente
cansado– estas son las falencias de la democracia, carajo! Lamenta el deterioro
en su salud, si tan solo fuera un poco más joven no le faltarían fuerzas para
destruir inmisericordemente a Capriles haciendo campaña. ¡Nada de péndulos
democráticos –se repite– la revolución tiene que durar un siglo! No es cierto,
reflexiona, que si la izquierda y la derecha se alterna en el poder, eso será
saludable para la democracia. ¡Todo esto es un engaño –y siente una punzada de
dolor en el pecho –no nos pueden ganar!
Atardece en Miraflores. En Caracas la gente sale
de sus oficinas y, poco a poco, se dirigen a sus casas. Prenden las
televisiones. Se oyen las reacciones internacionales por la decisión venezolana
de abandonar el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Las familias
suspiran, ya están acostumbrados a las malas noticias. Capriles desmiente que
tenga un paquetazo neoliberal escondido debajo de la manga, todo es un invento de
William Ojeda, un flamante chavista que intenta ganarse la simpatía del poder.
Además, decide la expulsión del legislador Caldera por actos de corrupción. Así
va su campaña. La gente le cree. Y los que no creen en la oposición, creen que
Venezuela necesita un cambio. Un descanso. Descansemos un periodo de la
revolución bolivariana, dice una madre de familia durante la cena. Y todos sus
hijos asienten.
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