17 jun 2012

PESCADOR: DEL NARCOTRAFICO AL ARTE



Por Miguel Molina Díaz

Cuando terminé de ver Pescador, la última película de Sebastián Cordero, recordé una entrevista al escritor Juan Villoro, en la que refiriéndose a Los Detectives Salvajes de Bolaño, decía: “…las condiciones para que surja el arte son un coche impala, una carretera en México, buscar a una sacerdotisa que se llama Cesárea Tinajero, avanzando rumbo a los desiertos…” Esa comprensión del arte, como aquello que surge de una aventura sin punto de llegada, se encuentra edificada en Pescador. Un pueblito pesquero y apartado en la costa ecuatoriana, un cargamento de cocaína, el dinero del narcotráfico y la compañía de una colombiana “riquísima” son las condiciones para que surja el arte en la historia de “Blanquito”.

Basada en la crónica Confesiones de un Pescador de Coca que escribió Juan Fernando Andrade para Soho, la película de Cordero recorre dos realidades vigentes en el Ecuador. Por un lado, la vida sencilla y tranquila de un pueblo de pescadores cuya pasividad solo llega a romperse con la llegada de la coca, que se presenta como una catapulta al mundo para el protagonista. Fuera de las fronteras de El Matal, Blanquito conoce grandes y modernas metrópolis en donde encuentra el derroche y el poder. El dinero de la droga, se ofrece para Blanquito, también como la posibilidad de emprender la búsqueda de su identidad, es decir, ir tras los pasos de un padre poderoso (el Gobernador del Guayas) que termina desconociéndolo. 

Lorna, la colombiana “riquísima” según la crónica de Andrade, es el sueño de esa libertad que solo el dinero puede comprar. Blanquito esta consciente del punto de partida, que es El Matal y todas sus limitaciones, pero no sabe cuál será el punto de llegada. En su pueblo se siente impotente (literalmente, su desempeño con una prostituta es vergonzoso), vive bajo una soledad que le inquieta permanentemente y de la cual quiere huir. Por eso lo arriesga todo y el valor que le falta lo encuentra en la esperanza de que algo pudiera llegar a unirle con Lorna.

Ella esta dividida entre la necesidad de volver con su hija (que implica dejar atrás la vida que venía llevando) y la oscura dependencia a un hombre rico que la mantiene. Si alguien afirmase que el sexo puede ser emancipador, en la película de Cordero, lo comprobaríamos: Blanquito se liberta de la embriaguez (y de la esperanza, pues) que le provoca, como una droga, la compañía de Lorna, exactamente cuando a través de ventanales la ve someterse sexualmente al millonario que minutos antes la había descalificado. Tal vez, ese es el momento, en que recién empieza la historia del protagonista.

Lo demás, lo que nos interesa a nosotros como audiencia, está claro más allá del peligro social que significa el lento pero inescrupuloso avance del narcotráfico en Ecuador (sin mencionar el episodio de la narcovalija diplomática). Lo de fondo es el valor, aquello indispensable para que nuestras monótonas, rutinarias y pusilánimes vidas adquieran sentido y, por lo menos, sean relatables bajo la tenue luz de una cantina en medio de algún olvidado pueblo, como lo hizo el “pescador” cuando le contó su historia a Juan Fernando Andrade. Si Ratas Ratones y Rateros fue el trabajo de un joven talentoso y brillante, Pescador es la obra de un profesional y maestro del cine. Ojalá la película nos brinde a todos el valor para emprender el viaje, un viaje largo, un viaje sin punto de llegada.

*Aula Magna - Publicación Mensual de la USFQ

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