Miguel Molina Díaz
Ray Bradbury fue uno de los
escritores estadounidenses más emblemáticos que el siglo XX brindó a la
humanidad. Su novela mayor fue Fahrenheit 451, publicada en 1953, todavía bajo
la influencia que el horror de la Segunda Guerra Mundial le causó a Bradbury.
Un tema central se aborda en la novela: la hoguera de los libros. El gobierno
autoritario y sectario, del país en donde la obra tiene lugar, adoptó la
política de estado de quemar todos los libros para precautelar su arquetipo de
felicidad. Una felicidad que no es posible ni compatible con los libros porque
estos, a criterio de ese régimen, fomentan el pensamiento, es decir, el
disentimiento. La sociedad tenía que avanzar, estaban en un proceso de cambio
histórico y radical que no podía admitir ningún tipo de cuestionamiento. Los
ciudadanos tenían el deber moral y civil de rendir en sus respectivas labores,
lejos de los libros que solamente sirven para hacer sentir mal a la gente y
confundir.
Los bomberos, a quienes se les
encarga la labor revolucionaria de quemar los libros, acuden a la casa de una
anciana por una denuncia y se ven obligados e incendiar todo el edificio. La
mujer había hecho de su casa una biblioteca y eso, a la lucidez de la razón y
el ideal gubernamental, era lo más parecido a una amenaza contra la seguridad
nacional. Los bomberos no tuvieron que prender el fuego; lo hizo
la misma anciana al preferir morir y arder con sus libros antes que vivir en la
felicidad –o sea en la ignorancia- en la que se estaba sumergiendo al país.
Eso es lo que Bradbury edifica en
Fahrenheit 451: el horror en su máxima manifestación. Los pocos que se salvan
del pretexto oficial, los hombres libro, huyen por los bosques con la consigna
de releer y releer los textos que les queda para, algún día, transmitirlos de
forma oral. Cuando el país vuelva a ser un lugar posible y no meticulosamente
planeado por un gobierno que utiliza medios macabros para sus propósitos
mesiánicos. Algún día los libros volverán, confían los disidentes, cuando
vuelvan a ser el motor del mundo.
Bradbury murió a sus 91 años el 5
de junio del presente. Precisamente cuando en Montecristi las máximas
autoridades del Estado ascendían al GENERAL Eloy Alfaro al rango de General del
Ejercito. Me pregunto si esas máximas autoridades del Estado habrán oído hablar
de Bradbury. Habrán leído por lo menos un cuento de Bradbury. Me preguntó (en
el caso improbable de que hayan sabido quién era Bradbury) si por su
nacionalidad imperialista las autoridades del Estado, lo habrán descartado de
sus lecturas. Ellos, que en sus lecturas de cabecera tienen a Mao,
probablemente no sufrieron la muerte de Bradbury, ni les importó en lo más
mínimo.
Y es que hay temas más
importantes que un escritor y sus libros. Por ejemplo, la disposición por la
cual ningún Ministro de Estado puede otorgar entrevistas a medios de
comunicación privados. Después de algo más de 5 años de gobierno y de nefastos
juicios a periodistas ¡por fin! el régimen descubre la forma con la que podrán
impedir que los bolsillos de los medios privados se enriquezcan. Por supuesto
que la propaganda millonaria que la Revolución Ciudadana contrata con los
medios privados nada tiene que ver con ese enriquecimiento. Sino las caras de
los ministros, que son lo que más deseamos ver al comenzar el día. Nada se
compara con escuchar los pronunciamientos lúcidos de los Ministros y Ministras,
sin ellos no volveremos a ver ni oír medios de comunicación privados. No tiene
caso.
La Revolución tiene que
continuar, esta en marcha, avanza. Ahora hay que acabar con los medios privados
y el parcializado Sistema Interamericano de Derechos Humanos, ese que sirve
solo a los intereses corporativos del imperio para controlar a su patio trasero
latinoamericano. ¿De qué libertad de expresión nos hablan si eso es lo único
que la Revolución Ciudadana ha garantizado hasta en su último resquicio? Ahora
tenemos que acabar con estos periodistas anti-revolucionarios y culpables de la
larga y oscura noche en la que ha vivido nuestra nación. Mañana serán los libros.
Pronto, ojalá, ardan todos los libros del país. Que en los patios de las
universidades se quemen las bibliotecas. Esa misma policía que protagonizó el
30-S debe reivindicarse quemando los libros. No debe quedar ni uno solo, no
hace falta, todo lo que tenemos que saber lo aprendemos en las cadenas
sabatinas y con la propaganda oficial. Si ha de quedar algún libro que sea
“Ecuador: de Banana Republic a la No República” de Rafael Correa, pero nunca
“El Gran Hermano” de Calderón y Zurita, ese deberá desaparecer por siempre de
la faz de la Tierra.
* Diario La República