Miguel Molina Díaz
Refiriéndose
a la práctica del periodismo, en un discurso frente a la 52ª Asamblea General
de la Sociedad Interamericana de Prensa, Gabriel García Márquez expresaba: “Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de
aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la vida al
mejor oficio del mundo...” Nada más que la conclusión de uno de los grandes genios
de América, sobre el oficio que –en el momento crucial de su vida- lo obligó a
dejar el derecho para dedicarse, como reportero raso, a buscar noticias.
Oportuno, por decir lo menos, resulta pensar en Gabo y su experiencia, sobre
todo en este ocaso periodístico en que vivimos.
A lo largo de su discurso el Nobel de Literatura se queja. Le
preocupa el estado del oficio que catapultó y consagró su vocación narrativa. Crítica
la “reacción escolástica” que ha conllevado a la creación de escuelas en las
que se llama al periodismo “ciencias de la comunicación o comunicación social.”
Recuerda sus orígenes y los de los mejores periodistas del siglo XX: el
resultado de un proceso, ante todo, empírico. Pero sobre todo, resalta la
vocación ética y el compromiso social que debe primar en el periodista.
Principios y nociones de responsabilidad que difícilmente se podrían aprender,
en su totalidad práctica, al interior de las aulas de clase.
Pienso en García Márquez, precisamente ahora, cuando el
periodismo enfrenta amenazas inconcebibles en una América moderna y
democrática. Desoladores fueron los días
en que jueces –traidores del derecho- condenaron, en dos casos controversiales,
a medios de comunicación y periodistas (accediendo, así, a las funestas
pretensiones del poder enceguecido por la búsqueda del honor y la gloria). Entonces
pienso en Hemingway, los días en que fue corresponsal de guerra, los textos que
nacieron de sus coberturas en Europa, testificando el horror, la devastación,
la decadencia… Pienso en Truman Capote, el surgimiento de su estética pura y
metódica, concebida y lograda en largos años de redacción periodística hasta
fundar con su novela A sangre fría el
nuevo periodismo, considerado ahora un género literario.
Y, sobre todo, pienso en Juan Montalvo. Pienso mucho en
Montalvo. Pionero en abordar los hechos importantes del país con vocación
científica. Pionero en combatir al poder, mediocre y abusivo, desde la búsqueda
de la veracidad. Certero, además, en concebir la libertad de escribir e
informar. Y es triste vivir en ese mismo país en que nació Montalvo hace 180
años y comprobar que la mentalidad –y vocación ¿no?- de los políticos
obsesionados por el poder y enceguecidos por las canonjías, sigue siendo la
misma: consagran artimañas para aprobar leyes contra la libertad de prensa,
información y expresión. Decretan que solo aquellos que obtienen el título de
comunicadores podrán ejercer el periodismo: ¡Que falta les hace a los gestores
de la falsa revolución leer al gran García Márquez! Piensan que, controlando
los medios, más tiempo podrán enmarañarse al poder ridículo del que gozan, más
tiempo podrán seguir viviendo y comiendo del poder absurdo que los enceguece. Piensan,
los ahora poderosos, que el poder les durará toda la vida y con él podrán
acallar las voces de los críticos. Pero desconocen lo fundamental: el
periodismo no es simplemente una profesión. Es mucho más: un oficio, una
vocación, una obsesión irrenunciable.
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