Miguel Molina Díaz
La
lluvia, como la marcha, eran inevitables la tarde del sábado 20 de abril. El
cielo se presentó nublado y en el ambiente una cierta predisposición a la oscuridad
anunciaba que el clima sería adverso. A diferencia del año anterior, llegué con
retraso. Decidí caminar por la Juan León Mera hacía el sur, en algún momento me
vería frente a frente con la Marcha de las Putas. Fueron las proclamas y
consignas las que me anunciaron que había llegado. Primero caminé
contracorriente, en medio de las multitudes. Luego me estacioné en una esquina
estratégica hasta lograr distinguir a las organizadoras. Parado en esa esquina
pude darme cuenta de la magnitud de la marcha. Mi primera sorpresa fue
encontrarme con Lina, a quién no había visto desde hace tiempo y de quién no
sospechaba que asistiría.
Pocos
minutos después se me plantó el Licenciado Fierro, terco y belicoso como él solo.
Gritó que había sido mi compañero en el colegio y después de acabarme con todo
tipo de calificativos, me dijo que como escritor no servía para nada. El
Licenciado Fierro era María Belén Moncayo en su performance anti-machista. Ella
fue una de las organizadoras. La conocí hace algunos años en extrañas
circunstancias: queríamos cambiar el mundo. Con el tiempo descubrimos que hay
muchas otras formas de lograrlo, además de las ortodoxas. Yo decidí escribir y
ella se dedicó al activismo por la reivindicación de la mujer. Junto a la
multitud caminé hacía la Plaza Foch.
Luego se nos unió Pietro Marsettí, quién a la hora de ser increpado por la
televisión, declaró que su presencia en la marcha nada más pretendía enviar a
las mujeres el mensaje de que no están solas en esta lucha.
Una
vez en la plaza se nos fueron uniendo más y más amigos, como la concejala
Beatriz León, que en mi opinión ha sido una de las autoridades más
comprometidas con las luchas de género. Y es que el verdadero sentido de la
marcha radica en desafiar a la sociedad para que todos, hombres y mujeres, de
todas las edades, nos sentemos a reflexionar sobre los alcances inauditos de la
violencia contra las mujeres, que pese a los procesos de las últimas décadas,
sigue siendo una realidad en nuestra ciudad, en nuestro país y en América
Latina.
Ese
fue el momento en que el Licenciado Fierro, puso en escena la parte crucial de
su performance: en medio de la plaza y de la gente, María Belén se desprendió
de todos los símbolos machistas que configuraban al Licenciado Fierro y volvió
a ser ella, a ser mujer, a ser una ciudadana liberada.
Como
quiteño, creo que la Marcha de las Putas es la iniciativa que más orgullo me ha
causado sobre mi ciudad. Es, además, la propuesta más transgresora que he visto
en el ámbito de la protesta social. Una propuesta en la cual confluye no solo
el sagrado derecho a la libertad de expresión sino los elementos más diversos del
arte como el teatro performático y la música. La libertad estética, que
pregonamos los asistentes a la marcha, es un derecho fundamental de los
humanos. No puede volver a ocurrir que una mujer sea juzgada por su forma de
vestir y menos por su conducta y apreciación de la vida. Peor aún que por tales
motivos sean objeto de violencia física, psicológica o sexual. La Marcha de las
Putas es el recordatorio de la sociedad que debemos llegar a ser.
Fue
grato comprobar que un aguacero no pudo evitar la realización de una marcha
pacifica y urgente. Así como fue esperanzador descubrir que Lina y Pietro han
logrado concebir a esta ciudad de otra manera: como un espacio de
resignificación permanente y propio. Y sobretodo, esta crónica es en homenaje a
María Belén Moncayo y a las demás organizadoras de la Marcha de las Putas,
porque con su valor nos han dado una gran lección, tal vez la mejor lección que
Quito haya recibido desde hace mucho tiempo atrás.
*Publicado originalmente en La República