Por Miguel Molina Díaz
La jornada electoral del domingo, por una diversidad de razones, despertó en mi el recuerdo de la vieja ópera infantil Brundibár. Era 1942 y el compositor checo Hans Krása había sido trasladado al Campo de Concentración de Terezín. No pudo llevar consigo la partitura de su más reciente trabajo, Brundibár, por cuanto tuvo que rehacerlo dentro de las paredes del campo de concentración nazi. Después reunió a todos los niños que permanecían en Terezín y comenzó las prácticas. Se dice que la ópera fue representada alrededor de 55 veces. Las primeras, obviamente, se realizaron en la clandestinidad. Al poco tiempo fueron descubiertos por los nazis y a ellos la ópera les cayó como anillo al dedo. El régimen alemán obligó a Krása a que presentara Brundibár como demostración de la “vida cultural” que supuestamente se vivía dentro de los campos de concentración. Incluso ciegos delegados de la Cruz Roja la llegaron a ver y se comieron el cuento inventado por los nazis. La ópera infantil salió incluso en una de las mentirosas películas del Ministro Goebbels para engañar al mundo con su proterva propaganda.
Lo que nunca supieron los nazis es que Brundibár era la más contundente de las críticas en contra de su régimen. El argumento –que es lo que nos interesa– es muy simple. Los hermanitos Aninka y Pepíček tienen a su madre muy enferma. El médico les dice que necesitan conseguir leche para que su madre se recupere. El lechero del mercado se niega a regalarles. Ellos no tienen plata para comprarla. Así es como se encuentran con Brundibár, un organillero que por medio de su música deslumbra al público que acude al mercado. A Pepíček y Aninka se les ocurre que tal vez cantando podrían conseguir dinero. Nadie les hace caso porque el organillero concentra toda la atención. Después el mismo Brundibár se da cuenta de la intención de los niños y se enfurece porque piensa que sólo él puede tener el dominio del público. Entonces decide amenazarlos y perseguirlos, incluso pide a la policía que los arreste. Los niños se encuentran desamparados y la desesperación por la salud de su madre crece. Brundibár, por medio de su música, controla a toda la gente del mercado. Es un tirano. Las multitudes lo aclaman. Es quién posee el poder. A nadie le interesó el canto de los niños.
El presidente del Ecuador ha sido contundentemente reelecto para un nuevo periodo de 4 años. Su música ha llegado a todos los rincones del país y ha deleitado a la población con su palabra. Es mi criterio que en el periodo presidencial que está a punto de terminar no faltaron abusos: el control de la función judicial y las leyes, la indiferencia ante las acusaciones de corrupción, así como la satanización y persecución contra los críticos y opositores. Sin embargo, su triunfo ha sido estruendoso. ¿Acaso su discurso y sus obras son como la música de Brundibár? Muchos otros factores tienen que ver con su victoria: sobre todo la incapacidad de los partidos de oposición para presentarse como una alternativa al organillero. Sobre eso ya reflexionarán los sensatos analistas del mundo. Lo único cierto aquí es que Rafael Correa ganó. Usando sus palabras: nos dio una paliza.
En su primera declaración, tras conocer su triunfo, el presidente anunció que por medio de la tan esperada Ley de Comunicación logrará una prensa “más decente”. ¿Acaso su idea de decencia tiene que ver con silencio? ¿Espera que los periodistas sean cortesanos del poder? Nada dijo en su discurso de la campaña desigual, sólo festejó. Correa no fue humilde al conocer su victoria. Me recuerda a Brundibár. Y no tiene que preocuparse por la Ley de Comunicación ni de ninguna otra: ganaron el control absoluto de la Asamblea. En verdad, presidente Correa, confío que esté a la altura de la histórica confianza que los habitantes de este país le han concedido. Tiene 4 años más. No olvide que no existe democracia sin libertad de crítica, por más que le moleste. Sea el presidente de todos los ecuatorianos. Ganar las elecciones no le autoriza a aniquilar a quienes no piensan como usted. Caso contrario, sus pies calzaran perfectamente en los zapatos de Brundibár.
Y casi se me olvidaba. El final de la ópera es obvio: Aninka y Pepíček esperaron. Al poco tiempo los animalitos y los demás niños del barrio se unieron a su causa. Montaron en medio del mercado una hermosa presentación musical. Cuando llegó Brundibár intentó retomar el mando del show. Pero era tarde. La gente conoció algo mejor, algo mucho mejor. Los niños consiguieron dinero para salvar a su madre y, de paso, devolvieron la libertad al mercado. La música del organillero dejó de ser un instrumento de obnubilación. Y Brundibár… Brundibár –que nunca había perdido– se retiró en la desolación más grande por el peso de su ego. Quedó en la más triste soledad. Nunca nadie más volvió a pedirle su música.