Mi condición deplorable de cuentista y lector de poesía maldita me impidió, en las ocasiones primeras, razonar acerca del autoritarismo que se cocinaba en su carácter desde el primer día en que puso sus pies sobre el suelo de Carondelet. Fue cuando quemó sus manos protegiendo a Pesántez –evitando así su enjuiciamiento político- cuando comprendí, con absoluta certeza, que su voluntad estaba por sobre cualquier proyecto o ideal político pregonado con astucia. Y cuando envió a prisión a la ciudadana de Ibarra acusada de haberle enseñado con malicia el dedo medio entendí que incluso sobre su inimpugnable voluntad había un valor supremo: su memoria.
Desde que llegó al poder ha sido incapaz de olvidar. Inútiles resultan los intentos por encontrar una ocasión en que haya sido magnánimo con sus enemigos. Los que siempre han estado en su contra: ¡caretucos y golpistas! Los que, asqueados de sus abusos, se han negado a seguir su juego: ¡traidores! La prensa: ¡corrupta y mediocre! Incluso, habituado ya a su ferocidad, no mide sus comentarios mezquinos y machistas sobre las legisladoras de su propio partido y pide para ellas aumento salarial en mérito a “unas piernas y unas minifaldas impresionantes”.
Esa es su memoria: su poder. Pero algo triste se encuentra detrás de este cuento memorioso. Detrás de esta historia de recuerdos. Y es su necesidad de honor. El honor, proclamado tanto por samuráis japoneses como por rabiosos y funestos emperadores romanos, es su terquedad. Y no podrá estar tranquilo hasta que (vergonzosas) sentencias judiciales reparen su honor hecho pedazos, lo restituyan, lo inventen. No es acaso, ¿una lucha por aquello que carece? Por eso el esplendor de las miradas que esgrimen él y su abogado –cuyo nombre impronunciable intento cada día olvidar por respeto al derecho y a la verdadera justicia- cada vez que una sentencia le otorga un poco de honor, que para ellos es como decir millones de dólares.
Pero la memoria es estéril a la inteligencia y responde únicamente a los intereses de quién interpreta, en base a su verdad absoluta y absolutista, los hechos. Es una memoria que ha condenado la investigación periodística de Juan Carlos Calderón y Christian Zurita por descubrir los vericuetos del Gran Hermano. Una memoria que ha perseguido al Diario El Universo por un editorial de su ex director de opinión prostituyendo, en el camino, el Derecho Penal. Es una memoria que ha olvidado las prácticas de las dictaduras y envió al estudiante Edison Cosíos al coma eterno por la brutalidad de sus represiones. Todo esto me recuerda a Funes el memorioso, de quién Borges, el más grande escritor de nuestro continente, escribió: “Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, es abstraer”.
* Aula Magna - Publicación mensual de la USFQ.
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