5 dic 2013

Anatomía del descontento



Miguel Molina Díaz

Por las calles de Barcelona pasa una multitud de estudiantes y profesores con pancartas y altavoces. Es el jueves 24 de octubre y protestan en contra de la Ley Wert, que supone recortes en el presupuesto destinado a la educación. Están cansados de que cada gobierno, en este caso el del Partido Popular, imponga una nueva legislación para el sector educativo.

Mientras acompaño en su lucha a estos miles de estudiantes catalanes confirmo que los europeos, por lo general, pueden expresar su descontento en condiciones realmente dignas. Los policías cierran el tráfico de los vehículos para que pasen los estudiantes. Los rostros de las multitudes son de felicidad.

Y es que la lucha social es algo extraordinario. No la actitud de protestar por protestar y no proponer. Me refiero al empoderamiento que supone salir al espacio público para exigirles a quienes administran el Estado que en una democracia se debe escuchar a todos. Es la voz colectiva que nace entre las multitudes y habla desde nuestra garganta. Una misma mirada que nace de la empatía, el altruismo y la conciencia de pertenecer a algo mucho más grande.

Quienes hemos protestado en las calles, sabemos que lo hacemos porque no perdemos la fe en el país ni en su gente. Y lo seguimos haciendo, pese a que existen gobiernos que han enjuiciado por terrorismo y rebeldía a jóvenes estudiantes para darnos escarmiento a toda la sociedad. 

Al ser testigo de ese bellísimo despertar de la juventud de Barcelona he pensado en mi ciudad y lo que veo es terrible. Un Jefe de Estado que, con una inexplicable indiferencia, desplantó a las mujeres amazónicas que marcharon a la capital para expresar su posición. Pero, por otro lado, recibió a los jugadores de la selección de fútbol.

La intolerancia del Jefe de Estado no es solo con la protesta social, que la ha criminalizado, sino con la discrepancia. El Síndrome de Estocolmo consiste en el vínculo afectivo que una victima establece con su secuestrador. Algo así le pasa a Paola Pavón, a quién conocimos como una de las correistas más prepotentes a la hora de defender al gobierno. Pero el mundo da vueltas. Pocas veces he visto una humillación tan cruda y salvaje a una política ecuatoriana. Ella perdió la autonomía de la protesta. Ahora calla y agacha la cabeza. Evita defenderse. Ha doblegado su libertad de pensamiento. Por eso su resignada caída es triste.

Y es que esa capacidad, tan humana y maravillosa, de caer en el descontento amerita que la defendamos y preservemos. No podemos caer en la comodidad o en el miedo. En el silencio cómodo y cómplice. Como fue el silencio quiteño durante los meses de encierro de los 10 de Luluncoto o durante la persecución a los 12 del Central Técnico, que no ha acabado aún.

No hay nada más fascinante que una población despierta, que exclama consignas y manifiesta su fe en el futuro. Es un sentimiento profundamente joven, pero que no debemos perder con el paso de los años. Protestar contra las injusticias es una obligación moral, por más que nos digan que no tiene sentido, que no lograremos nada.


En Barcelona el grito de los estudiantes me causó gran ilusión, recordé con profunda nostalgia la irreverencia que, hace muchos años, solía caracterizar a mi ciudad. Una ciudad ahora silenciada.

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