Miguel Molina Díaz
Por
las calles de Barcelona pasa una multitud de estudiantes y profesores con
pancartas y altavoces. Es el jueves 24 de octubre y protestan en contra de la
Ley Wert, que supone recortes en el presupuesto destinado a la educación. Están
cansados de que cada gobierno, en este caso el del Partido Popular, imponga una
nueva legislación para el sector educativo.
Mientras
acompaño en su lucha a estos miles de estudiantes catalanes confirmo que los
europeos, por lo general, pueden expresar su descontento en condiciones
realmente dignas. Los policías cierran el tráfico de los vehículos para que
pasen los estudiantes. Los rostros de las multitudes son de felicidad.
Y es
que la lucha social es algo extraordinario. No la actitud de protestar por
protestar y no proponer. Me refiero al empoderamiento que supone salir al
espacio público para exigirles a quienes administran el Estado que en una
democracia se debe escuchar a todos. Es la voz colectiva que nace entre las
multitudes y habla desde nuestra garganta. Una misma mirada que nace de la
empatía, el altruismo y la conciencia de pertenecer a algo mucho más grande.
Quienes
hemos protestado en las calles, sabemos que lo hacemos porque no perdemos la fe
en el país ni en su gente. Y lo seguimos haciendo, pese a que existen gobiernos
que han enjuiciado por terrorismo y rebeldía a jóvenes estudiantes para darnos
escarmiento a toda la sociedad.
Al
ser testigo de ese bellísimo despertar de la juventud de Barcelona he pensado
en mi ciudad y lo que veo es terrible. Un Jefe de Estado que, con una
inexplicable indiferencia, desplantó a las mujeres amazónicas que marcharon a
la capital para expresar su posición. Pero, por otro lado, recibió a los
jugadores de la selección de fútbol.
La
intolerancia del Jefe de Estado no es solo con la protesta social, que la ha
criminalizado, sino con la discrepancia. El Síndrome de Estocolmo consiste en
el vínculo afectivo que una victima establece con su secuestrador. Algo así le
pasa a Paola Pavón, a quién conocimos como una de las correistas más
prepotentes a la hora de defender al gobierno. Pero el mundo da vueltas. Pocas
veces he visto una humillación tan cruda y salvaje a una política ecuatoriana.
Ella perdió la autonomía de la protesta. Ahora calla y agacha la cabeza. Evita
defenderse. Ha doblegado su libertad de pensamiento. Por eso su resignada caída
es triste.
Y es
que esa capacidad, tan humana y maravillosa, de caer en el descontento amerita
que la defendamos y preservemos. No podemos caer en la comodidad o en el miedo.
En el silencio cómodo y cómplice. Como fue el silencio quiteño durante los meses de
encierro de los 10 de Luluncoto o durante la persecución a los 12 del Central
Técnico, que no ha acabado aún.
No
hay nada más fascinante que una población despierta, que exclama consignas y
manifiesta su fe en el futuro. Es un sentimiento profundamente joven, pero que
no debemos perder con el paso de los años. Protestar contra las injusticias es
una obligación moral, por más que nos digan que no tiene sentido, que no
lograremos nada.
En
Barcelona el grito de los estudiantes me causó gran ilusión, recordé con
profunda nostalgia la irreverencia que, hace muchos años, solía caracterizar a
mi ciudad. Una ciudad ahora silenciada.
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