Miguel Molina Díaz
Su
debut en la vida pública nacional aconteció en los días ya casi olvidados de la
Rebelión de los Forajidos. Él no fue solamente una de las figuras más
relevantes, de hecho fue quién encendió la llama de la protesta y la
indignación. Así lo conocimos la mayoría de los quiteños. Sintonizando
masivamente la Radio La Luna. Comenzamos a llamarlo y él nos permitía expresar
lo que pensábamos sobre el gobierno del Coronel. Nos permitía carajear y exigir
que la dictocracia de Gutiérrez llegara a un punto final. Era Paco Velasco,
justamente, el que por medio de su radio posibilitó las convocatorias a los
cacerolazos y a la multitudinaria manifestación que el 19 de abril partió de la
Cruz del Papa del Parque de la Carolina hacia el Centro de Quito.
Pasaron
los años y tuve la oportunidad de conocerlo en otros espacios. Por ejemplo en
la campaña electoral y en sus gestiones como constituyente y legislador. Así
fue, con el paso del tiempo, como deje de llamarlo Paco Velasco y lo apodé el
Jean-Paul Marat de la Revolución Ciudadana. Marat fue el legendario periodista
que durante la Revolución Francesa combatió desde sus periódicos al antiguo
régimen. Sus palabras, punzantes y clamorosas, resquebrajaron el poder de la
monarquía hasta en el último rincón de Francia e impulsaron la formación de una
república por medio de una asamblea constituyente. Probablemente el diario
L’Ami du peuple (El Amigo del Pueblo) fue el instrumento comunicacional con más
influencia en el proceso revolucionario de aquel entonces y desde allí decidía
quienes estaban en el camino correcto y quienes eran los enemigos del pueblo.
Después, Marat dejó el periodismo para ser electo representante del pueblo
francés a la Convención Nacional.
Volviendo
a Velasco, de su paso por la Asamblea Nacional, lo único que rescato es su
frontal impugnación al Ex Fiscal Washington Pesántez. Pero más allá de ese específico
caso, su desempeño ha dejado mucho que desear. Recuerdo, por ejemplo, su
fanática defensa de la Ley de Redistribución del Gasto Social que antes de las
elecciones fue aprobada para incrementar el Bono de Desarrollo Humano. Su concepto
de libertad de expresión, así como su postura sobre el proyecto de Ley de
Comunicación, no ha hecho sino demostrar lo equivocados que estuvimos los
quiteños al confiar en él durante el abril forajido. Como legislador contribuyó
a la aprobación de leyes antojadizas y a la defensa del populismo penal que
pregona este gobierno. Su intolerancia a quienes nos opusimos a la Consulta Popular del 2011 demostró que su
supuesta vocación democrática era simple palabrería. Insulta, aglutina en
grupos despreciables y levanta prejuicios a quienes piensan diferente. Y está
convencido, sin argumentos diferentes a la profesión de fe, que ellos tienen la
razón y están en lo absolutamente correcto.
Confieso,
entonces, mi preocupación al ver que la cartera de cultura recaerá en sus
manos. Es una responsabilidad muy grande para hombros que han demostrado intolerancia
con opiniones distintas a la suya. El Ministerio de Cultura, para justificar su
existencia, debe dedicarse a la promoción de las expresiones artísticas en el Ecuador.
Seguir entregando, como lo ha venido haciendo, recursos para los cineastas.
Lograr que las obras literarias de escritores ecuatorianos alcancen éxito en el
público nacional y en el extranjero. Incentivar y promover las creaciones de
los artistas plásticos. Auspiciar investigaciones y publicaciones. Organizar
foros y cursos a todo nivel en los que se pueda analizar los temas relacionados
a las expresiones culturales. Ayudar a quienes han dedicado su vida a la
música. Pero todo esto sólo es posible con políticas públicas que garanticen la
libertad. El Buen Vivir es una cosmovisión que respeto y en la que encuentro
conceptos interesantes. Pero no puede el Buen Vivir, ni ningún otro arquetipo
ideológico, convertirse en la línea sobre la cual debe versar la expresión
artística ni sus contenidos.
El
arte, en principio, es disidente y libre, no nace de las programaciones
burocráticas del Estado, tampoco es resultado de la inversión pública. Las
expresiones artísticas ponen en jaque al poder, lo cuestionan y desestabilizan,
no comulgan con él ni le rinden pleitesía. Los artistas no son cortesanos. El
Ministerio de Cultura tiene la obligación de facilitar la labor de los
artistas, más no servir como ente regulador y mucho menos institucionalizador
de estas manifestaciones, cuya naturaleza es espontanea, porque el resultado
sería promover la propaganda y no el arte. El Ministerio de Cultura debería
promover la libertad de los artistas para crear y promocionarse en el país. Sin
que importe las ideologías y las opiniones sobre el gobierno de turno. Ese es
el sentido en el que exijo que el nuevo titular de la cultura sea, como
ministro, lo que no fue como asambleísta: un defensor de las libertades.
Ah,
y por cierto, la historia de Jean-Paul Marat no termina allí. Obnubilado por
los ideales revolucionarios y la certeza de que la verdad la tenían ellos, apoyó
las Masacres de Septiembre, en 1792, que consistieron en más de mil ejecuciones
sumarias. Y fue, precisamente, su indetenible manera de propugnar el odio y la
división de la sociedad lo que, con el ataque de Charlotte Corday, lo llevó a
su fin.
* Texto originalmente publicado en La República
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