29 jun 2013

Una pasión amordazada




Miguel Molina Díaz

Mi vinculación al periodismo comenzó hace muchos años, primero con la lectura incesante del periódico y, luego, con la escritura de Cartas de Opinión a los directores. La primera me la debieron haber publicado cuando tenía la edad de 13 años, la escribí con un seudónimo y no se lo conté a nadie. Pero con el tiempo, referirme a los sucesos importantes de mi país se convirtió para mí en una obligación ineludible. Y vinieron más cartas a los directores, un blog, la necesidad de asumir mi opinión con valor y firmar con mi nombre. No estuve en el club de periodismo de mi colegio, pero siempre aparecía una publicación mía ya sea por alguna noticia o entrevista.

En esa época, el género de las entrevistas me llegó a obsesionar. La posibilidad de plasmar en hojas de papel (o digitalmente) el visión de grandes pensadores me llenaba de emoción. Jorgen Enrique Adoum, el ex presidente Rodrigo Borja, Alicia Yánez Cossío, la ex vice alcaldesa Margartia Carranco, fueron algunos de los personajes que entrevisté, todavía con el uniforme de mi colegio. Y junto a esa vocación, la lectura de corresponsales de prensa inigualables como García Márquez y Hemingway  me hacía creer en la escritura y el periodismo como mecanismos reales para cambiar al mundo.

A la hora de elegir una carrera universitaria me decidí por el derecho, tal vez por una ingenua y todavía persistente fe en el ideal de justicia. El periodismo, dije, no lo necesitaba estudiar porque es lo que había venido haciendo por años. Y lo que sigo haciendo. Mi primer trabajo en esa área fue en el periódico de mi universidad. Comencé al revés, como les ha pasado a algunos otros, fui primero columnista y luego ascendí al cargo de reportero raso. Me sorprendía la idea de que me pagaran por hacer algo que con mucho gusto lo hubiera hecho gratis.

Con el tiempo aprendí que redactar noticias no es, como piensa el gobierno, poner información a disposición de los lectores, simplemente. En la prensa reposa la responsabilidad de posibilitar el arribo de la justicia, de darles voz a aquellos que han sido relejados, reconocer el esfuerzo de los heroicos, denunciar los abusos de los menos decentes, generar pensamiento y crítica, lo cual no quiere decir criticar sino ver más allá de lo evidente, del discurso oficial, que el lector aprenda a leer entre líneas y a descubrir lo que esconden las verdades oficiales. El periodista tiene una ineludible responsabilidad de interpretar los sucesos, de adelantarse a los hechos, de sostener un vínculo inquebrantable con la gente.

No se puede redactar noticia alguna sin una cierta dosis de subjetividad. Ya lo decía Eagleton al recordar una ocasión en que hacía conocer a un amigo el área histórica de cierta ciudad y se decidía a ser lo más objetivo posible, no le diría que la arquitectura de la catedral, los palacios y los museos son, como consideraban los expertos, sublimes expresiones del arte gótico, solo daría fechas, datos comprobables. Al poco tiempo, cuenta Eagleton, su amigo se quejó diciéndole que no comprende esa posición y visión de los ingleses de interpretar la historia, la arquitectura y el arte en base a una valoración de fechas. Todo es subjetivo y todo responde a un juicio de valor. Quienes digan lo contrario nunca han hecho periodismo y, probablemente, nunca han hecho nada. El periodista no es un simple contador de noticias, es un analista de la realidad.

El viernes 14 de junio se aprobó la Ley de Comunicación, con un festejo propio de campeonatos de futbol. Una ley cuyo contenido fue un secreto a voces hasta la noche anterior. Una ley maquinada y desarrollada en Carondelet, precisamente por el que con más descontrol ha maltratado a periodistas en la historia reciente del Ecuador. Mauro Andino, el legislador ponente del proyecto de ley, introdujo cerca de 40 cambios arbitrarios al texto que había sido socializado por años. Y así, con todo el poder del que gozan, lo aprobaron en un abrir y cerrar de ojos. ¡Que poderosos que son!

Sospecho, sin embargo, que no están muy consientes de lo que hicieron. Con una Ley de esa calaña probablemente las denuncias a nefastos funcionarios públicos –la historia del país está plagada de esos– no habrían sido posibles porque hubieran sido respondidas como “linchamientos mediáticos”. Y esto del linchamiento mediático fue una cobarde forma de protegerse, así no se podrá publicar el seguimiento a casos como el de la “narco valija”, “el título del primo”, el préstamo a Duzac, el caso Glas Viejo, y tantos otros. Atentan contra un derecho sagrado de la gente a conocer los sucesos relevantes y turbios del país. Y esa figura, además, es una aberración en el lenguaje jurídico, que ignoran.

La Revolución Ciudadana, desde el viernes pasado, me despojó de la categoría que con orgullo esgrimí todos estos años, la de periodista. Creen que con sus leyes, absurdas y maniqueas, pueden incluso modificar las más intimas convicciones de la gente. Lo que no entienden es que hay una enorme diferencia entre ser periodista y hacer periodismo. Título de periodistas o comunicadores tienen, incluso, quienes sostienen los pasquines oficiales. Lo mío es una pasión. Los que hacemos periodismo, como lo hizo García Márquez y Hemingway, y primero que ellos Homero, no necesitamos de títulos para cumplir con nuestra responsabilidad y compromiso.

Esta ley no es más que otro intento por callarnos, que ameritará de nuestra parte mucho más valor, responsabilidad y calidad. Sus ataques reafirman nuestro manifiesto compromiso con la sociedad y con la historia. El tiempo que dure la ley, que seguramente será mucho menor al que sueñan los ilusos, será para nosotros una posibilidad de demostrar la valentía y necesidad de nuestro trabajo. De nuestra pasión que no admite mordazas ni miedo.

Cuando la Revolución Ciudadana votaba y aprobaba la Ley de Comunicación, me encontraba en la sala de redacción de un diario capitalino, junto a decenas de verdaderos y comprometidos periodistas. Mientras los asambleístas del gobierno daban brincos y abrazos, los redactores estábamos frente a los teclados, haciendo lo que siempre hemos hecho: periodismo. Los gobiernos pueden durar años, incluso décadas, pero siempre llegan a su inexorable fin. Por el contrario, mientras exista la civilización humana, existirá la prensa.  

24 jun 2013

El caso de Beatriz




Por Miguel Molina Díaz 

Beatriz quedó embarazada. Es una joven que padece de lupus e insuficiencia renal. Las pruebas de ultrasonido establecieron que el bebe no tenía cerebro y que por tanto su vida fuera del útero materno sería imposible. A las 18 semanas de embarazo Beatriz (nombre ficticio) interpuso un recurso de amparo ante la Sala de lo Constitucional del Tribunal Supremo de El Salvador solicitando que se le permitiera practicarse un aborto terapéutico. Después de 5 semanas de discusión los jueces negaron la solicitud de Beatriz en virtud a que en el Estado salvadoreño están penalizadas todas las formas de aborto, incluso el terapéutico que pretende proteger la vida de la madre cuando esta se encuentra en peligro inminente. El Estado obligó a Beatriz a ponerse al borde de la muerte.

Este caso ha servido para despertar el debato sobre el aborto en el continente. De hecho, su situación incitó el interés mundial y hubo pronunciamientos al respecto del Sistema Interamericano de Derechos Humanos así como de Amnistía Internacional. Lo cierto es que el aborto es un tema actual en América Latina. Uruguay, por ejemplo, es un país en el que la práctica del aborto no está penalizado si se da dentro de las primeras 12 semanas de gestación y cuando la mujer cumpla con el procedimiento legal.

En el Ecuador, el artículo 447 del Código Penal establece que el aborto “no será punible” cuando “se ha hecho para evitar un peligro para la vida o salud de la madre y este peligro no puede ser evitado por otros medios” y “si el embarazo proviene de una violación o estupro cometido en una mujer idiota o demente”. Por lo demás, la Constitución ecuatoriana garantiza la inviolabilidad de la vida (no hay pena de muerte). Pero también establece, en el inciso 10, del artículo 66 establece el “derecho a tomar decisiones libres, responsables e informadas sobre su salud y vida reproductiva y a decidir cuándo y cuántas hijas e hijos tener”.

La realidad jurídica, sin embargo, no es la que de mejor forma ilustra esta problemática en el país. Todos los días en el Ecuador se practican abortos en clínicas clandestinas con infrahumanas condiciones de salubridad. Y son incontables los casos de mujeres que, en esas condiciones, han muerto durante la práctica de sus abortos clandestinos. Este es un tema que despierta pasiones. Sin embargo, vistas las cosas con objetividad podemos sacar algunas conclusiones:

1. El Estado laico supone la neutralidad del mismo frente a cualquier creencia religiosa y la garantía del derecho a la libertad de cultos. 2. La legislación del país debe ser consecuente con los derechos fundamentales de las personas y no con las doctrinas morales de sectores conservadores. 3. Quienes hablan de obligar a una mujer a parir el hijo producto de una violación, por ejemplo, pretenden decidir sobre el cuerpo de otra persona y no del suyo propio. 4. Las mujeres que, a riesgo de su propia vida, han decidido continuar con su embarazo merecen toda nuestra admiración por su valor y entrega, pero el Estado no puede obligar a todas las mujeres a ser heroínas. 5. La decisión de abortar es profundamente personal. 6. Independientemente de lo que digan las religiones o las leyes, si una mujer desea practicarse un aborto, lo hace. 7. El deber del Estado es garantizar condiciones de salud optimas para que esta práctica no suponga la muerte de una mujer.

En ese sentido, el hecho de que la llamada “Pastilla del Día Después” se asuma como una política de salud pública y su repartición sea gratuita supone un avance en la protección de los derechos y libertades de las personas, bajo el principio de la planificación familiar para lograr condiciones de vida digna, con salud y educación, para las mujeres y los hijos que deciden tener a su debido tiempo. Los pasos que se han dado en el Ecuador son correctos, pero falta bastante hasta que casos como el de Beatriz no se vuelvan a repetir en América Latina. 

18 jun 2013

Habemus Ministro de Cultura



Miguel Molina Díaz

Su debut en la vida pública nacional aconteció en los días ya casi olvidados de la Rebelión de los Forajidos. Él no fue solamente una de las figuras más relevantes, de hecho fue quién encendió la llama de la protesta y la indignación. Así lo conocimos la mayoría de los quiteños. Sintonizando masivamente la Radio La Luna. Comenzamos a llamarlo y él nos permitía expresar lo que pensábamos sobre el gobierno del Coronel. Nos permitía carajear y exigir que la dictocracia de Gutiérrez llegara a un punto final. Era Paco Velasco, justamente, el que por medio de su radio posibilitó las convocatorias a los cacerolazos y a la multitudinaria manifestación que el 19 de abril partió de la Cruz del Papa del Parque de la Carolina hacia el Centro de Quito.

Pasaron los años y tuve la oportunidad de conocerlo en otros espacios. Por ejemplo en la campaña electoral y en sus gestiones como constituyente y legislador. Así fue, con el paso del tiempo, como deje de llamarlo Paco Velasco y lo apodé el Jean-Paul Marat de la Revolución Ciudadana. Marat fue el legendario periodista que durante la Revolución Francesa combatió desde sus periódicos al antiguo régimen. Sus palabras, punzantes y clamorosas, resquebrajaron el poder de la monarquía hasta en el último rincón de Francia e impulsaron la formación de una república por medio de una asamblea constituyente. Probablemente el diario L’Ami du peuple (El Amigo del Pueblo) fue el instrumento comunicacional con más influencia en el proceso revolucionario de aquel entonces y desde allí decidía quienes estaban en el camino correcto y quienes eran los enemigos del pueblo. Después, Marat dejó el periodismo para ser electo representante del pueblo francés a la Convención Nacional.

Volviendo a Velasco, de su paso por la Asamblea Nacional, lo único que rescato es su frontal impugnación al Ex Fiscal Washington Pesántez. Pero más allá de ese específico caso, su desempeño ha dejado mucho que desear. Recuerdo, por ejemplo, su fanática defensa de la Ley de Redistribución del Gasto Social que antes de las elecciones fue aprobada para incrementar el Bono de Desarrollo Humano. Su concepto de libertad de expresión, así como su postura sobre el proyecto de Ley de Comunicación, no ha hecho sino demostrar lo equivocados que estuvimos los quiteños al confiar en él durante el abril forajido. Como legislador contribuyó a la aprobación de leyes antojadizas y a la defensa del populismo penal que pregona este gobierno. Su intolerancia a quienes nos opusimos  a la Consulta Popular del 2011 demostró que su supuesta vocación democrática era simple palabrería. Insulta, aglutina en grupos despreciables y levanta prejuicios a quienes piensan diferente. Y está convencido, sin argumentos diferentes a la profesión de fe, que ellos tienen la razón y están en lo absolutamente correcto.

Confieso, entonces, mi preocupación al ver que la cartera de cultura recaerá en sus manos. Es una responsabilidad muy grande para hombros que han demostrado intolerancia con opiniones distintas a la suya. El Ministerio de Cultura, para justificar su existencia, debe dedicarse a la promoción de las expresiones artísticas en el Ecuador. Seguir entregando, como lo ha venido haciendo, recursos para los cineastas. Lograr que las obras literarias de escritores ecuatorianos alcancen éxito en el público nacional y en el extranjero. Incentivar y promover las creaciones de los artistas plásticos. Auspiciar investigaciones y publicaciones. Organizar foros y cursos a todo nivel en los que se pueda analizar los temas relacionados a las expresiones culturales. Ayudar a quienes han dedicado su vida a la música. Pero todo esto sólo es posible con políticas públicas que garanticen la libertad. El Buen Vivir es una cosmovisión que respeto y en la que encuentro conceptos interesantes. Pero no puede el Buen Vivir, ni ningún otro arquetipo ideológico, convertirse en la línea sobre la cual debe versar la expresión artística ni sus contenidos.

El arte, en principio, es disidente y libre, no nace de las programaciones burocráticas del Estado, tampoco es resultado de la inversión pública. Las expresiones artísticas ponen en jaque al poder, lo cuestionan y desestabilizan, no comulgan con él ni le rinden pleitesía. Los artistas no son cortesanos. El Ministerio de Cultura tiene la obligación de facilitar la labor de los artistas, más no servir como ente regulador y mucho menos institucionalizador de estas manifestaciones, cuya naturaleza es espontanea, porque el resultado sería promover la propaganda y no el arte. El Ministerio de Cultura debería promover la libertad de los artistas para crear y promocionarse en el país. Sin que importe las ideologías y las opiniones sobre el gobierno de turno. Ese es el sentido en el que exijo que el nuevo titular de la cultura sea, como ministro, lo que no fue como asambleísta: un defensor de las libertades.

Ah, y por cierto, la historia de Jean-Paul Marat no termina allí. Obnubilado por los ideales revolucionarios y la certeza de que la verdad la tenían ellos, apoyó las Masacres de Septiembre, en 1792, que consistieron en más de mil ejecuciones sumarias. Y fue, precisamente, su indetenible manera de propugnar el odio y la división de la sociedad lo que, con el ataque de Charlotte Corday, lo llevó a su fin.

* Texto originalmente publicado en La República