Miguel Molina Díaz
Cien años después de la hoguera –bárbara según Alfredo Pareja Diezcanseco– que dio fin a la vida del General Alfaro, nosotros, hombres y mujeres de un nuevo siglo, nos vemos frente a la encrucijada de la simbología. Arbitrarios como toda construcción imaginativa, los símbolos son un punto de partida y referencia, en materia política, de los principios en que se sostienen las tendencias e ideologías. Sospecho que en ese sentido, Alfaro sigue siendo el hereje de siempre: hombre bravo, símbolo de ruptura, secular, revolucionario, libre en su autodeterminación y valor.
Pero la historia, como la arena movediza, es peligrosa. Y sobre todo débil. Proclive a las bajas pasiones. ¿Qué significa, en términos históricos, el 28 de enero? Además del centenario de la hoguera. ¿Fiesta? ¿Algarabía? ¿Tristeza? ¿El escenario en donde se pretende re-escribir la historia?
No me cabe ya la menor duda. Se están robando a Alfaro. Intentan poseerlo y utilizarlo para fortalecer su prepotencia, para concentrar todo el poder con el que sueñan. Por eso, sin mayores reflexiones como es normal en sus decisiones, dicen conmemorar los 100 años de la Hoguera Bárbara. Sin imaginar que lo bárbaro y terriblemente cruel, es malgastar el nombre de Alfaro. El del primer hombre en creer que podía haber un país de verdad entre la Costa y la Sierra, en el conjunto de haciendas controladas por curas y terratenientes curuchupas, en la mirada de las niñas que por primera vez iban al colegio.
Pero claro, debemos entenderlos y lamentarnos: ¡carecen de símbolos! A pesar de que sus atentados contra la libertad –por ejemplo de expresión– son incompatibles con el liberalismo radical de Alfaro, debemos compadecernos. ¡No debe ser fácil hacer una revolución ciudadana –con minúscula- sin una figura como Eloy Alfaro! Por lo demás, el 28 de enero es la oportunidad para preguntarnos qué vamos a hacer, cien años después del asesinato de Don Eloy, para que valga la pena vivir en este país en donde quienes dirigen el Estado son los grandes ladrones de fechas y símbolos, los que descaradamente secuestran la historia para cambiarla, usarla a su antojo y prostituirla. Y esta indignación por el hurto es como si en el aire una voz nos reclamara en el pecho: ¡Viva Alfaro Carajo!