Por Miguel Molina Díaz
Era el 19 de julio de 1979 y las columnas guerrilleras del Frente Sandinista de Liberación Nacional entraban a Managua. Su ingreso a la plaza principal de la ciudad estuvo acompañado de la población y una alegría que desbordaba los corazones. La perversa Dinastía Somoza estaba caída y su fetidez era limpiada por una nueva brisa: la Revolución Sandinista.
Treinta años más tarde, esos mismos jóvenes que ilusionaron a todo el continente, siguen en el poder. Daniel Ortega, el héroe revolucionario, acaba de ser reelecto presidente de Nicaragua, tal como lo hizo en el 2006. El caso de Zoilamérica Narváez ha quedado olvidado: la hijastra del Presidente lo acusó de haber abusado sexualmente de ella por más de veinte años, con el pretexto de la revolución.
Peter Torbiörnsson, periodista sueco y ex simpatizante del sandinismo, relata un curioso suceso revolucionario en el documental ‘Last Chapter. Good Bye Nicaragua’. El 30 de mayo de 1984, explotó una bomba en una conferencia de prensa en La Penca, frontera de Nicaragua y Costa Rica. El atentado cobró la vida de 7 periodistas y 22 resultaron gravemente heridos. Ese día Torbiörnsson aceptó, a petición del Ministerio de Interior, la compañía de un supuesto fotógrafo danés, quien resultó ser el terrorista que activó la bomba.
Con la intención de limpiar su conciencia Torbiörnsson regresa a Nicaragua a denunciar a los culpables: líderes emblemáticos del sandinismo. El proceso judicial que Torbiörnsson inicia, pronto sería marginado por los funcionarios judiciales. Al fin y al cabo, los acusados son mártires y el deber de la patria es protegerlos.
A su regreso Torbiörnsson se encuentra con viejos amigos, aquellos que se habían enamorado del espíritu revolucionario de Ortega en los años 80. Todos estaban pobres y planeaban migrar a otro país. Lejos de Ortega.
Con el paso del tiempo, la revolución se convirtió en el pretexto del poder. No quedan ideales sino delitos por ocultar. Pero todo lo justifica la revolución, incluso las violaciones sexuales. Ortega controla a los jueces y dispone de las leyes a su antojo en el Legislativo. Su política internacional es impresentable: Nicaragua ofreció asilo político al, hace poco extinto, dictador Muamar el Gadafi. (Pero estas son cosas de Ortega, cualquier parecido es pura coincidencia).
Al final del día los dictadores se deben dar la mano. Por eso fundan alianzas de cooperación con nombre de brisa, ¿cómo se llama el organismo?, ¿aurora?, ¿neblina?, ¿alba? Son caudillos excéntricos y fiesteros, jamás comprenderán el daño que le hacen a la historia cuando prostituyen las revoluciones.
Si todavía existiese el realismo mágico, talvez, convendría escribir una novela sobre Ortega y sus amigos, pero sobre todo, sobre su fetiche afrodisiaco: el poder.
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