Por Miguel Molina Díaz
Hace algunos años leí el poema de William Ernest Henley, cuyo título y contenido fueron utilizados como argumento central de la película “Invictus”, dirigida por Clint Eastwood, sobre la vida del ex presidente sudafricano Nelson Mandela. Tanto el poema como la cinta me causaron gran impresión. Más allá de la trascendencia legendaria de Mandela en su paso por la historia, la película llama la atención en cuanto al papel que juegan los odios y los rencores convirtiéndose en herramientas mortíferas, capaces de ensombrecer el pensamiento y el destino de las sociedades.
Reiteradamente se presenta un mensaje claro: Nelson Mandela jamás levantó un solo dedo, desde el poder, en contra de quienes injustamente lo mantuvieron en prisión durante largos 27 años. Así son los demócratas de verdad. Invictos en su paso por la historia. Luces con cuyo ejemplo nos dan la fuerza de resistir un segundo más. Hombres y mujeres capaces de renunciarse a sí mismos, a sus deseos y caprichos, para luchar por algo más grande. Su legado solamente es una sugerencia, una recomendación desde la experiencia: el perdón es una necesidad de quién quiere vivir en paz.
Estas ideas rondan frecuentemente mi cabeza mientras pienso en Mandela y en los líderes de nuestro mundo. Muchos de los últimos son perversos. No son demócratas de verdad. Y los que no son demócratas de verdad no tienen principios. Son gente muy brava, es decir, muy emocional. Les molesta la crítica y los críticos. Adoran los micrófonos porque les permiten difundir sus verdades parciales. No soportan a los medios de comunicación. Les interesa controlar la justicia. Invocan revoluciones de ensueño para justificar abusos. Corren alrededor del mundo en busca de otros ególatras similares a ellos y juntos hacen muy malos chistes.
Así son los dictadores. Intolerantes. Comprenden muy poco sobre libertades y derechos pero hablan muy a menudo del honor. No entienden que el honor no se reivindica con demandas judiciales pretenciosas ante jueces timoratos traidores del derecho. Tampoco con la prisión de quienes hacen su trabajo. Ni con millones de dólares. (¡Por favor dictadores, nunca usen el nombre de Mandela!)
Los dictadores dividen. Insultan a sus detractores e imponen siempre su catálogo de conducta correcta, apropiada, lúcida. Dicen (y no tienen reparo en hacerlo) que sus abusos sentarán precedentes históricos. ¿De amedrentamiento? No lo sé. Quizás. Pero lo cierto es que también convencen. Tienen seguidores apasionados y enceguecidos. Son capaces de pelearse con la libertad de expresión utilizando argumentos impresentables, ante los ojos de un país enamorado de su verbo.
Son todo eso pero no son revolucionarios. Y les duele que eso se les recuerde. Y no, no escribo esto para alguien en especial: un dictador o un periodista determinado. Escribo por una convicción. Por un principio. Por una libertad de expresión que esta sobre caprichos, odios y deshonrados. Escribo en contra de las verdades absolutas y los jueces casados con el poder. Y contra los que ejercen abusivamente el poder. Escribo porque no soy periodista pero me hubiera gustado serlo. Y porque, parafraseando al poema de William Ernest Henley, ¡soy el amo de mi destino, el capitán de mi alma!
*Aula Magna - Publicación Mensual de la Universidad San Francisco de Quito
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