Miguel Molina Díaz
¿Cómo
cantan el himno de Quito los quiteños? Parecería que la disyuntiva es entre
cantar la segunda o la cuarta estrofa después del coro y la primera estrofa. En
otras palabras, ¿qué es Quito para los quiteños? ¿Ciudad española en el Ande?
¿Ciudad que el incario soñó? ¿O ciudad de triunfal rebeldía y de América toda la
luz?
Detrás
de este debate, sin embargo, existe otro mucho más interesante: replantear la
necesidad de un himno. Esta tradición nace en Occidente con los himnos
homéricos que alababan las deidades de la Antigua Grecia. En ellos convergen la
creación literaria y la profesión de la fe pagana y dan como resultado una
manifestación cultural.
Con
el advenimiento de los Estados nacionales surgió la necesidad de símbolos
patrios que justifiquen una identidad nacional. Los escudos, las banderas y los
himnos responden a esa lógica nacionalista.
Pese
a que la humanidad no lo entendió, el siglo XX mostró como consecuencia de los
nacionalismos que un humano es capaz de matar a otro en nombre de las banderas
y los himnos.
En
el afán de forzar identidades nacionales totalizadoras se ha llegado al punto
de que en incontables países, incluido Ecuador, se comieron el cuento de tener
el segundo mejor himno del mundo después de la Marsellesa.
Por
eso en esta columna les invito a generar otra forma de relación con la ciudad.
Un vínculo más íntimo, que se sostenga en el simple y maravilloso hecho de que
Quito es nuestro hogar, el lugar en donde realizamos nuestra vida y nuestros
proyectos. Y por eso la queremos. En esa profunda noción de libertad los
novelistas siempre nos llevan la delantera. El enorme Juan Marsé, que vivió su
niñez en los desoladores días de la posguerra, lo tiene muy claro: “No me fio
ni un pelo de los nacionalismos ni de sus banderas, no me fio de los himnos, ni
de la historia oficial, ni de sus monumentos, ni de su mística patriotera: me
parecen formas larvadas de narcisismo, petulancia y desdicha”.
*Publicado originalmente en La Hora.
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