Por Miguel Molina Díaz
A propósito de la investidura a Rafael
Correa, presidente de la República del Ecuador, como Doctor Honoris Causa por
la Universidad de Barcelona, creo que vale la pena realizar un contraste de la
imagen de estadista democrático que se intenta mostrar al mundo y que tanto
celebran ciertos sectores progresistas europeos.
Si bien existen obras, sobre todo en
infraestructura, que no se pueden dejar de aplaudir, el Ecuador está sobreviviendo
a un régimen al que le incomoda el ejercicio de libertades públicas y que ha
emprendido un drástico proceso de reducción de la democracia.
En el Ecuador, hoy por hoy, no es posible
el ejercicio pleno de la libertad de expresión. El 14 de junio del año pasado,
el Órgano Legislativo, con mayoría correísta, aprobó la controversial Ley de
Comunicación que, entre otras medidas alarmantes, establece la figura del linchamiento mediático, cuya
configuración pone en riesgo al periodismo de investigación cuando se da
seguimiento a casos que requieren cobertura permanente y que pueden ser
incomodos para el régimen, lo cual promueve, consecuentemente, la censura
previa.
Por mandato de la mencionada Ley se creó
la Superintendencia de Información y Comunicación con enormes facultades
discrecionales que, entre sus primeros actos, sancionó –olvidando que las
caricaturas están protegidas por el principio de animus iocandi– al caricaturista Xavier Bonilla (conocido como
BONIL) por referirse, en su obra humorística, al allanamiento a la residencia
del activista Fernando Villavicencio, que en ese entonces era asesor del
legislador Cléver Jiménez.
Hoy Jiménez, Villavicencio y, otro
activista, Carlos Figueroa, fueron condenados en un juicio interpuesto por el
presidente Correa. En el 2011 los tres presentaron una denuncia en la Fiscalía a
fin de que se investigue la posible orden del primer mandatario para que lo
rescaten del hospital de la policía, en el que se encontraba retenido contra su
voluntad, durante la insurrección policial del 30 de septiembre del 2010. La
denuncia fue declarada maliciosa y temeraria y, posteriormente, Correa los
denunció por injurias al sentir que, en esa denuncia, se sugería que había
cometido delitos de lesa humanidad.
El caso de Jiménez, militante del
movimiento indígena, es especialmente alarmante tomando en cuenta que por su
condición de legislador estaba investido de inmunidad parlamentaria, la cual no
fue respetada para procesarlo. Al ser dictada la írrita sentencia, Jiménez fue
ilegalmente destituido del cargo de elección popular, en primer lugar, por las
autoridades administrativas de la Asamblea Nacional del Ecuador. Posteriormente
la mayoría gobiernista, alejados del debido proceso, ratificaron esa
destitución. Su sentencia lo condena a disculpas públicas, 18 meses de prisión
y el pago de 140 mil dólares de indemnización a Correa.
La lista de los perseguidos políticos
sigue. Un grupo de 10 jóvenes que bordeaban los 20 años de edad, conocidos como
‘Los 10 de Luluncoto’, fueron detenidos en marzo del 2012 y permanecieron 9
meses en prisión por, supuestamente, atentar contra la seguridad del Estado. Algunos
de los elementos probatorios para sostener la acusación fueron imágenes del Che
Guevara, discos de música protesta (de Víctor Jara) y libros de Lenin y de Marx,
que se encontraron en sus residencias.
Del mismo modo, otros opositores al
gobierno de Correa, en su mayoría activistas de sectores sociales y movimientos
políticos, han sido perseguidos judicialmente: la profesora Mery Zamora, sentenciada
por sabotaje y terrorismo; el coronel César Carrión, ex director del Hospital
de la Policía, por supuesto intento de magnicidio durante el 30-S; los dirigentes
indígenas José Acacho y Pedro Mashiant, por terrorismo organizado; Paul Jácome,
en el caso de ‘Los 7 de Cotopaxi’, por tentativa de actos de terrorismo; la
profesora Rosaura Bastidas, procesada por terrorismo por intervención a
conflicto local; y hace dos semanas se detuvo y se dictó prisión preventiva contra
Javier Ramírez, dirigente comunitarios que se opone a las actividades mineras
en la zona de Íntag.
Un caso insólito ocurrió el año pasado.
Estudiantes de último año de colegio, conocidos como los ’12 del Central
Técnico’ fueron procesados por actos de rebelión, debido a que protagonizaron
una protesta en su plantel educativo en la cual hubo daños a bienes materiales
(tema que, lógicamente, pudo haber sido resuelto por medio de la legislación
civil; no penal).
Es larga, en ese mismo sentido, la
persecución judicial al activista por la conservación y cuidado del agua Carlos
Pérez Guartambel. Estos procesos judiciales se están llevando a cabo en el seno
de una Función Judicial que, a pretexto de requerir una reforma para innovarla
y mejorarla, cayó en el campo de influencia del poder ejecutivo. En su momento
el juez Baltazar Garzón, veedor del proceso de reforma al sistema judicial,
cuestionó la elección de determinados jueces y pidió revisiones que no fueron
tomadas en cuenta.
La judicialización de la protesta, e
incluso de la política, es una clara muestra de la tendencia autoritaria del
régimen correísta. En el caso del legislador Clever Jiménez la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos dictó medidas cautelares ordenando al Estado
ecuatoriano no ejecutar la orden de prisión. El gobierno, pese a que en el caso
del ecuatoriano Nelson Serrano pidió este tipo de medidas contra los Estados
Unidos, ha declarado que no las reconoce ni las acatará.
Por todo esto, y mucho más, es
incomprensible que sectores progresistas europeos respalden a un régimen cuyas
acciones están desmantelando el sistema democrático ecuatoriano. El gobierno de
Rafael Correa está lejos de ser progresista. Basta ver la sanción de 30 días de
suspensión impuesta a las legisladoras de su propio partido por plantear la
necesidad de debatir sobre la interrupción del embarazo en casos de violación,
durante la discusión del nuevo Código Penal. Y basta ver, además, la decisión
de extraer el petróleo del Parque Nacional Yasuní, una de las reservas
ecológicas más biodiversas del planeta en donde habitan dos pueblos aborígenes
no contactados.
En diciembre pasado, mediante acuerdo
ministerial, el gobierno de Correa cerró la Fundación Pachamama, que defendía
la no explotación del Parque Nacional Yasuní. Fue uno de los efectos del tan
criticado Decreto Ejecutivo 16, el cual, a pretexto de regular el
funcionamiento de las organizaciones sociales y ciudadanas, viola los
estándares internacionales y principios de la libertad de asociación. Pero
claro, esto no interesa al presidente ecuatoriano, para quien su amigo, Nicolás
Maduro, pese a las imágenes que recorren el mundo, es “incapaz de reprimir”.
Cabe señalar que la decisión de explotar
el Yasuní contraviene, expresamente, una disposición constitucional en la cual
se dice que las actividades extractivas en los territorios de los pueblos en
aislamiento voluntario constituirán delito de etnocidio. Los postulados
constitucionales, sin embargo, no parece importarle al presidente que, después
de haber asegurado que respetará la prohibición de la Carta Magna que impide la
reelección indefinida, ha planteado la posibilidad de una reforma para competir
en los comicios del próximo 2017.
Lo más doloroso y preocupante es la
división de la sociedad en bandos antagónicos que el régimen correísta promueve,
por ejemplo, con las agresivas cadenas sabatinas que dedica a sus opositores.
Si bien me congratula que la Universidad de Barcelona –el mismo día en que se
recuerda a Cervantes, Shakespeare y la celebración de Sant Jordi– tome en
cuenta a un ciudadano de mi país para homenajearlo, mantengo la esperanza de
que en su discurso el rector Didac Ramírez le recuerde al presidente Correa que
la democracia no implica únicamente ganar elecciones, sino lograr y sostener la
independencia de poderes, garantizar los derechos y libertades de los
ciudadanos y respetar a los que piensan diferente.
* Fotografía de la investidura de Rafael Correa como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Economía de Los Urales (Rusia), tomada del portal web de Radio Sucre.