Por Miguel
Molina Díaz
Escribir al ritmo de un viento feroz en la soledad del desierto.
Escribir como si el siglo XX hubiera sido la consagración de la paz. Escribir a
flor de piel, como la memoria histórica. Escribir como si pudiéramos asegurar
que las guerras mundiales no se repetirán jamás. Escribir como los que no
tuvieron miedo a los totalitarismos, a la persecución, al exilio, a los
poderosos de antaño.
Escribir como si fuéramos maduros. Como si hubiésemos crecido y
aprendido. Como si de algún modo pudiéramos juntarnos todos los humanos para
hacer un poema. Escribir sin pereza, sin miedo, sin dolor.
Escribir como si las religiones fueran la paz. Como si los credos
juntaran a los hombres y a las mujeres del mundo en la arena de una playa
inmensa, mientras todos se abrazan y se besan. Escribir como si nos amaramos.
Como si escribir no fuera gritar de furia, llorar, perder la calma por la
indignación y la tristeza.
Escribir como si no hubiera decapitaciones. Como si no hiciera
falta que los líderes del mundo se pongan de acuerdo en lanzar bombas contra
los creadores del horror, para causar más horror. Escribir con la nostalgia del
periodista que va a ser decapitado. Escribir con la mirada del francés inocente
que no pudo volver a su casa ni a su cuerpo.
Escribir sin pactar con los dictadores que hace poco queríamos
defenestrar. Escribir la historia del Medio Oriente sin Bashar al-Asad.
Escribir sin la certeza del odio entre los pueblos. Sin el fanatismo perverso
de los terroristas. Escribir como si al hacerlo salváramos vidas. Como si la
escritura pudiera limpiar el desastre. Y como si los Dioses no convocaran la
muerte.
Escribir desde el siglo XXI, sin haber aprendido nada. Escribir
sin amor. Escribir muriendo. Escribir sin ser felices. Escribir lejos de la paz
y de la voluntad de la paz. Escribir en el peligro, mientras los niños mueren,
las mujeres son violadas y las familias se rompen para siempre. Escribir como
quién recupera la cordura. Escribir como si pudiéramos recomenzar la historia.