Miguel Molina Díaz
Debo
confesar que yo creía en Rosana Alvarado. Fue hace algunos años, en la época en
que ella era constituyente en Montecristi y, luego, vicepresidenta de la
Comisión Civil y Penal en el congresillo de transición. Me agradó que fuera
comunicadora y abogada, dos vocaciones que cuando coinciden en un político
pueden otorgarle lucidez cósmica a la hora de hacer leyes. Además, era
brillante como expositora y su lucha por los derechos de las mujeres amenazaba
con ser de una valentía irrefrenable. Me equivoqué.
Ella
es uno de los más notables ejemplos del aborto de los principios y las
lealtades. La punta del Iceberg de un fenómeno que cada día, con más cinismo,
se presenta en el país: la supresión de la arquitectura moral de una persona y
la consolidación de la lealtad partidista más allá de la razón.
Pequé
de optimista al creer que ciertas personas de la revolución ciudadana
mantendrían, al llegar la hora, la coherencia con sus propios principios. Me
equivoqué. Rosana Alvarado, como Virgilio Hernández, son una completa decepción.
Fueron leales con EL LÍDER, no con sus conciencias. No me sorprende, por
ejemplo, la actitud de Mauro Andino, que sin darse cuenta se ha convertido en
el chaleco antibalas del régimen: el que asume, con enorme satisfacción y
civismo, la altísima responsabilidad de ser el ponente de las leyes más
polémicas. Los codex esenciales para hacer la revolución, las normas que
cambiaran el mundo. Y lo hace, en su triste ingenuidad, sin darse cuenta que
cava en lo más hondo del cementerio de los políticos olvidados una tumba
estéril y nauseabunda en la que terminara sin pena ni gloria y sobre todo sin
poder. De Mauro no me sorprende todo eso. De Rosana y de Virgilio me sorprendió.
Pero ni modo.
No
me sorprende, por otro lado, la coherencia de Marcela Aguiñaga. Esa sí,
COHERENCIA en todo el sentido de la palabra, de la C a la A. Y es que en ella
sí que convergen todas las características y virtudes que EL LÍDER espera de la
Nueva Mujer Revolucionaria (parafraseando a Vladimir Lenin pero con equidad de
género, faltaba más!). ¡Qué coherente es Marcela! De ella sí nunca esperé apoyo
a los derechos de las mujeres. Siempre entendí que la nueva burguesía de
Alianza País solo defiende al líder pues al hacerlo se aseguran la continuidad
de sus cargos, su importancia, su fe en Dios, los autos oficiales, los sueldos
y comisiones, las secretarias y los choferes.
Y
esa, la de Alianza País, si que es coherencia: el movimiento fundacional de la
izquierda opus dei de América Latina, los defensores del ambiente que explotan
el petróleo del Yasuní, los únicos que han luchado por los indígenas y
desconocen la existencia de pueblos no contactados allí en donde construirán
campos petroleros. ¡Que denso! ¡Si es de locos no ver lo coherentes que son!
Alianza
País hace las cosas conforme a sus principios, los equivocados no son ellos.
Son todos los que creyeron (creímos) ver en los oficialistas características
que nunca han tenido: ecologistas, progresistas, feministas, defensores de los
GLBTTI, voces de la moderna y renovada izquierda latinoamericana. Esas no son
más que caretas que se ponen para ganar votos. Hablan muy bonito –menos
Gabriela, que puede mandar a comer excremento– pero en el fondo basta un
carajazo o una amenaza de renuncia para que dejen a un lado sus caretas y
muestren lo que son en realidad.
Y
así están las cosas. Es un poco triste pensar que un grupo de fanáticos de EL
LÍDER piensen hacer la revolución aplicando las Encíclicas Vaticanas. Pero
ellos tienen derecho a creer lo que quieran. Creer, por ejemplo, que las
mujeres van a leer el Código Integral Penal antes de abortar. O que en el
Ecuador ninguna mujer aborta para que no renuncie Correa. Pueden creer, si
quieren, que los abortos clandestinos de niñas violadas no son un problema de
salud pública y dejarlas que se desangren en carnicerías. En fin, esto de creer
o no creer es así.
Yo
por eso, para no volverme a decepcionar, no creo en ninguno de estos señores y
señoras temerosas de pensar por sí mismas. Y pese a todo me compadezco: debe
ser muy difícil volver a casa y decirles a sus hijos que renunciaron a todo
aquello por lo que han venido luchando décadas. Inventar pretextos y salidas
fáciles. Debe ser muy difícil mirarse en el espejo y verse derrotados
moralmente. Cerrar los ojos y soportar el juicio de la conciencia. El peso de
la incoherencia. En fin, debe ser muy duro abortar sus principios y sus más
íntimas lealtades.