Miguel Molina Díaz
Esta
por caer la noche. Por miles los manifestantes exclaman sus consignas y se
adentran en las estrechas calles del centro histórico capitalino. La ciudad
arde. Arden las pupilas de los jóvenes. Arden sus voces. Sus manos ardientes se
encuentran y resisten los toletazos. Los feroces golpes de la policía,
profundamente salvaje y latinoamericana, caen sobre sus espaldas. Resisten a
las balas de caucho y al gas lacrimógeno. Las barreras policiales impiden el
acceso a la plaza libertaria que nos pertenece a todos los ecuatorianos.
Unos
pocos privilegiados vestidos con camisetas verdes, que se pueden contar con los
dedos, se encuentran sentados en los asientos que durante el día utilizan los
jubilados. Comen sánduches y bebidas refrescantes, pagadas por el partido de
gobierno. A pocas cuadras hay heridos, los ecologistas corren y gritan. Los
gendarmes, armados hasta los dientes, detienen a los manifestantes más
aguerridos, entre ellos al Vicepresidente de la Ecuarunari.
Por
segundos son incontables las expresiones de indignación y protesta en las redes
sociales. La juventud ecuatoriana hace que sus palabras ardan en sus twits y en
el Facebook. En el Palacio de Carondelet no toleran más estos pronunciamientos
categóricos de los ‘ecologistas infantiles’.
El Secretario Jurídico de la Presidencia encuentra una solución
brillante: un mecanismo para que esas ‘injurias y calumnias’ no queden impunes.
A los
que se atreven a criticar el presidente responde: ¿cuánto aportó al Yasuní ITT?
Y claro, él puede hacer esa pregunta porque, precisamente, a la iniciativa
pretendió donar los 40 millones que su función judicial le hubiera
proporcionado por medio de la sentencia del caso El Universo. En estos momentos
le estarían devolviendo todo ese dinero si su altruista corazón (y la CIDH) no
le hubieran disuadido para que concediera el perdón.
Parecería
que la única forma de apagar las llamas de la indignación en Quito, para que
vuelva a ser el paraíso revolucionario de silencio e indiferencia, es aplicar
la fórmula que Marcela Aguiñaga encontró: si los no contactados van al Coca y,
por eso, habría que evacuar el Coca: ¡traigámoslos a Quito! Al evacuar Quito,
la ciudad dejaría de arder tan estruendosamente.
Pero
no dejarían de arder los ojos de los jóvenes que creen en la vida y en la
conservación de la naturaleza. No se imaginaba Gabriela Rivadeneira que su
sueño de utopías se cumpliría tan pronto. Y por eso, asustada, pide que no se
le quite la bandera ecológica que nunca tuvo. Quito arderá, Gabriela, porque
ustedes han traicionado sus propios discursos y los principios que decían
defender. Y Quito arderá y las llamas encendidas en la conciencia no tendrán
fin...