9 nov 2014

Hay días en los que cae el Muro de Berlín




Por Miguel Molina Díaz

En la capilla del antiguo hospital San Juan de Dios, hoy Museo de la Ciudad, asistí hace años al Foro Internacional de los Socialismos del Siglo XXI. Era el 2007, el Ecuador vivía el entusiasmo de una promesa revolucionaria, América Latina se configuraba de izquierda y Galeano todavía no se arrepentía de Las Venas Abiertas. El mundo parecía tan reciente, tan por invertirse. Creo recordar que el elemento en común que identificó las intervenciones de los panelistas era la certeza y la alegría de que con la caída del abominable Muro de Berlín el socialismo, como opción de poder, no había muerto ni fracasado.

Recuerdo mi deslumbramiento ante las ideas: la necesidad de crear adentro del socialismo la capacidad de reinventarse, de ser parricida, de renunciar al materialismo dialéctico y de concebirse, a sí mismo, radical y profundamente democrático. Era claro, además, que el Fin de la Historia, proclamado por Fukuyama, no había llegado: la necesidad de alcanzar la igualdad y la justicia social era aún más apremiante.

Entonces, ¿qué era lo que fracasó estrepitosamente aquel 9 de noviembre de 1989, cuando se desmoronó el Telón de Acero? ¿Qué murió y qué sobrevivió ese día en Berlín? ¿Qué pasó con el mundo? ¿Con las ideologías? ¿Con las ideas?

Alguna vez me dijeron que el anuncio de lo que sería el descarnado y violento siglo XX fue la espeluznante pintura ‘El grito’ del artista noruego Edvard Munch, que data de 1893. Quizás, las imágenes que de algún modo retratan el fin de tan convulsionado siglo son las de los ciudadanos de Alemania del Este cruzando, eufóricos y todavía sin poder creerlo, el Muro de Berlín.

Hoy, 25 años después de ese día histórico, parecería que no hemos aprendido nada. Esas bellas ideas esgrimidas con el propósito de resucitar al socialismo, para reconfigurarlo, se han quedado en la retórica. Los socialistas no pudieron ser parricidas, no supieron reinventarse, fracasaron en su misión de ser radical y profundamente democráticos. Los presidentes socialistas, como en los viejos tiempos de la Unión Soviética, buscan perpetuarse en el poder, romper las instituciones y las constituciones. No alcanzan el ideal del nuevo hombre revolucionario, en realidad son viejas caricaturas de sí mismos.

Hoy, los partidos socialistas cambiaron para peor. Han renunciado a la internacionalización de la lucha, principio marxista fundamental, para sembrar y promover nacionalismos fanáticos y obsesivos, absolutamente rupestres, ridículos y peligrosos, en base a propaganda engañosa, provocadora y asfixiante.

A lo que no renunciaron fue al materialismo dialéctico, tampoco a la dictadura del proletariado: hace poco, la mujer con suerte que llegó a ser presidenta de la función legislativa del Ecuador mandó a los ricos a comer mierda. Menos aún renunciaron a la violencia, a la promoción abierta del odio entre clases sociales, a dictar verdades absolutas.

Muchos de los socialistas que gobiernan en América Latina, hoy por hoy, se oponen católicamente al aborto en mujeres violadas, dirigen modelos económicos salvajemente extractivistas, prostituyen el sistema judicial y las leyes para perseguir y encarcelar a sus críticos. Y de hecho, gran parte de los que viven y comen del discurso izquierdista, son tecnócratas de derecha.

Los gobiernos populistas y autoritarios de nuestro continente, autoproclamados de izquierda, son herederos directos del socialismo ortodoxo que se derrumbó con la caída del Muro de Berlín. Son los descendientes políticos de los que asesinaron a 30 millones de vidas humanas para sostener el delirio comunista en el Este de Europa. Son los legatarios de los que persiguieron a Reinaldo Arenas, por ser homosexual. Ellos mismos militantes de la nostalgia que intenta recrear la Guerra Fría. Fieles discípulos, todos ellos, de los dictadores sectarios que hablaron de igualdad social pero que vivieron y gozaron como reyes.

Este año, precisamente, conocí la maravillosa Berlín: la más posmoderna de las capitales europeas. Quedan, todavía, mínimas pruebas del monstruoso atentado que el régimen comunista significó para la libertad de la creatividad: bordean a la Avenida Karl-Marx-Allee, como sombras o fantasmas, horrendas moles de cemento, pensadas como multifamiliares, homogéneas, gigantes en su aburrida y oscura igualdad; edificios grises, vigilantes y monótonos.  Arquitectónicamente es tan diferente, ese Berlín, a la ciudad pensada para hombres y mujeres libres, que está al otro lado de la Puerta de Brandemburgo y de Checkpoint Charlie.

Y sí, visité también los restos del Muro de la Vergüenza. Es imposible no pensar, frente a esos escombros del siglo XX, en quienes murieron en el intento de cruzar hacia la libertad, en las familias separadas por el horror totalitario, en el drama de un país y de un mundo descuartizados, ambos, por la pugna entre dos sistemas deshumanizantes.

Caminar por Berlín era para mí como una fiesta, la fiesta de la memoria. Y por eso, al cumplirse 25 años del fin de la locura, me pregunto: ¿donde quedó la memoria histórica de quienes profesan el socialismo? ¿Por qué siguen creyendo que obtendrán distintos resultados usando los mismos anticuados métodos? ¿Qué hace falta para que la izquierda sea, al fin, capaz de reinventarse, despojarse del odio, renunciar a la violencia en todas sus formas? ¿Cuándo podrá asumir conscientemente sus errores? ¿Cuándo estará lista para gobernar en democracia y en paz? Y más allá de eso, la caída de la Cortina de Hierro es, inevitablemente, un recordatorio de algo muy actual y muy cierto: el horror de las ideas totalitarias nunca dura para siempre. 


12 oct 2014

El Estado Islámico


Por Miguel Molina Díaz

Escribir al ritmo de un viento feroz en la soledad del desierto. Escribir como si el siglo XX hubiera sido la consagración de la paz. Escribir a flor de piel, como la memoria histórica. Escribir como si pudiéramos asegurar que las guerras mundiales no se repetirán jamás. Escribir como los que no tuvieron miedo a los totalitarismos, a la persecución, al exilio, a los poderosos de antaño.

Escribir como si fuéramos maduros. Como si hubiésemos crecido y aprendido. Como si de algún modo pudiéramos juntarnos todos los humanos para hacer un poema. Escribir sin pereza, sin miedo, sin dolor.

Escribir como si las religiones fueran la paz. Como si los credos juntaran a los hombres y a las mujeres del mundo en la arena de una playa inmensa, mientras todos se abrazan y se besan. Escribir como si nos amaramos. Como si escribir no fuera gritar de furia, llorar, perder la calma por la indignación y la tristeza.

Escribir como si no hubiera decapitaciones. Como si no hiciera falta que los líderes del mundo se pongan de acuerdo en lanzar bombas contra los creadores del horror, para causar más horror. Escribir con la nostalgia del periodista que va a ser decapitado. Escribir con la mirada del francés inocente que no pudo volver a su casa ni a su cuerpo.

Escribir sin pactar con los dictadores que hace poco queríamos defenestrar. Escribir la historia del Medio Oriente sin Bashar al-Asad. Escribir sin la certeza del odio entre los pueblos. Sin el fanatismo perverso de los terroristas. Escribir como si al hacerlo salváramos vidas. Como si la escritura pudiera limpiar el desastre. Y como si los Dioses no convocaran la muerte.

Escribir desde el siglo XXI, sin haber aprendido nada. Escribir sin amor. Escribir muriendo. Escribir sin ser felices. Escribir lejos de la paz y de la voluntad de la paz. Escribir en el peligro, mientras los niños mueren, las mujeres son violadas y las familias se rompen para siempre. Escribir como quién recupera la cordura. Escribir como si pudiéramos recomenzar la historia.



26 may 2014

Sobre himnos



Miguel Molina Díaz

¿Cómo cantan el himno de Quito los quiteños? Parecería que la disyuntiva es entre cantar la segunda o la cuarta estrofa después del coro y la primera estrofa. En otras palabras, ¿qué es Quito para los quiteños? ¿Ciudad española en el Ande? ¿Ciudad que el incario soñó? ¿O ciudad de triunfal rebeldía y de América toda la luz?

Detrás de este debate, sin embargo, existe otro mucho más interesante: replantear la necesidad de un himno. Esta tradición nace en Occidente con los himnos homéricos que alababan las deidades de la Antigua Grecia. En ellos convergen la creación literaria y la profesión de la fe pagana y dan como resultado una manifestación cultural.

Con el advenimiento de los Estados nacionales surgió la necesidad de símbolos patrios que justifiquen una identidad nacional. Los escudos, las banderas y los himnos responden a esa lógica nacionalista.

Pese a que la humanidad no lo entendió, el siglo XX mostró como consecuencia de los nacionalismos que un humano es capaz de matar a otro en nombre de las banderas y los himnos.

En el afán de forzar identidades nacionales totalizadoras se ha llegado al punto de que en incontables países, incluido Ecuador, se comieron el cuento de tener el segundo mejor himno del mundo después de la Marsellesa.


Por eso en esta columna les invito a generar otra forma de relación con la ciudad. Un vínculo más íntimo, que se sostenga en el simple y maravilloso hecho de que Quito es nuestro hogar, el lugar en donde realizamos nuestra vida y nuestros proyectos. Y por eso la queremos. En esa profunda noción de libertad los novelistas siempre nos llevan la delantera. El enorme Juan Marsé, que vivió su niñez en los desoladores días de la posguerra, lo tiene muy claro: “No me fio ni un pelo de los nacionalismos ni de sus banderas, no me fio de los himnos, ni de la historia oficial, ni de sus monumentos, ni de su mística patriotera: me parecen formas larvadas de narcisismo, petulancia y desdicha”.

*Publicado originalmente en La Hora.

18 may 2014

Últimas tardes con Correa



Miguel Molina Díaz

Cuando se abren las puertas, dos filas de académicos ingresan solemnemente al paraninfo de la Universidad de Barcelona (UB). Visten togas coloridas y parece que sobre sus cabezas se han caído las pantallas de elegantes lámparas. La escena evoca la entrada del colegio cardenalicio a la Capilla Sixtina. Instalado el conclave, el rector Dídac Ramírez encarga a los padrinos (los priostes de la fiesta) y a la Década de Economía y Empresa, acompañar el ingreso del nuevo ungido. Las voces del coro de la universidad recorren el salón.

Rafael Correa Delgado, el presidente de todos los ecuatorianos, ingresa por la larga alfombra roja y toma su asiento. Los académicos Joan Tugores y Joaquin Prats, que son los priostes, toman la palabra y explican las razones por las cuales la UB ha decidido incorporar al mandatario a su claustro. Tugores recuerda la trayectoria de Correa como académico en la Universidad San Francisco de Quito (no sabe que, a criterio del presidente, a dicha universidad solo se va a buscar marido). Prats señala el cierre de las ‘universidades de garaje’, las becas del Senescyt y la inauguración de Yachay, es decir, los avances en la educación que la Revolución Ciudadana ha logrado.

El primer mandatario se acerca a la mesa directiva. La perplejidad entre los conmovidos académicos es incontenible. El rector le impone el gorrito en forma de pantalla de lámpara, y procede a entregarle los guantes y el anillo acordes a su nueva categoría académica. Todos aplauden.

Los priostes acompañan al nuevo Doctor Honoris Causa en su glorioso camino al púlpito (para que no se pierda, en un salón tan lleno de gente) y comienza la intervención más esperada. Por fin esta ciudad de Barcelona, la de Gaudí y Marsé, contempla con el alma en los labios, las palabras del líder natural de la izquierda latinoamericana.

El presidente no puede más de la emoción.

-       Ni en Ecuador –comenta, a propósito de los discursos de sus priostes– he escuchado tanto conocimiento sobre la realidad educativa del país.

Rafael Correa está de buen humor. Bromea diciendo que aceptó rápido el doctorado para no dar tiempo a que la UB se arrepienta. Luego, regido por una nívea serenidad, comenta que cuando la política muestra su rostro pernicioso extraña la vida académica.

Es el 23 de abril. Cataluña celebra la diada de Sant Jordi en el cual, tradicionalmente, los hombres regalan rosas y las mujeres libros (a propósito del día del libro). El primer mandatario, al referirse a esa conmemoración, confiesa que pertenece a una generación que ama el libro (¿el de Calderón y Zurita?, ¿el de Jiménez?, ¿el de Cabodevilla?) y que todavía regala rosas. Todo un amante a la antigua.

Describe, con una sonrisa que le desborda, la fascinante geografía del Ecuador, los climas y la belleza natural. Y va más allá, incluso habla del Yasuní, recuerda que nuestro parque nacional tiene más biodiversidad que toda Norteamérica y que allí habitan dos pueblos en aislamiento voluntario. Es muy interesante que tenga tan claro este tema, lo cual indica que no le es tan difícil comprender que las actividades extractivas en los territorios de los pueblos no contactados, según el art. 57 de la Constitución, constituyen delito de etnocidio.

Volviendo al discurso del mandatario, hubo otro momento para el humor y la anécdota: Rafael Correa recuerda la pugna entre el orgullo argentino y la presidenta Dilma Rousseff por el protagonismo teológico. Ésta es una cuestión que, según comenta, ya la zanjó en sus conferencias en Harvard y Yale (en su perfecto ingles): no importa que el Papa sea argentino y que Dios sea brasilero porque el paraíso está en Ecuador. Jejeje. Todos aplauden.

La mejor parte de su intervención, sin lugar a dudas, ocurre cuando dedica su doctorado a los migrantes ecuatorianos y agradece la hospitalidad de Cataluña y España por recibirlos. Afirma que el Ecuador de 1999 era el ejemplo de todo lo malo y arremete contra la destrucción de la moneda por el poder político de los banqueros. Indignado recuerda como las fuerzas políticas rompieron la Carta Magna que ellos mismos hicieron en 1998 cuando les fue conveniente (cualquier parecido con la Constitución de Montecristi es pura coincidencia).

Es justa la mención presidencial a los migrantes. Y los datos que ofrece no dejan dudas: después de la crisis las remesas de los ecuatorianos que migraron al extranjero superaban con distancia la renta petrolera. La situación, según el presidente, se ha invertido. Ahora el Ecuador es un país en transición al desarrollo, mientras Europa intenta salir de la crisis económica con las recetas neoliberales que no sirvieron en nuestro país durante la crisis de finales de los 90s.

El presidente, pese a que es católico practicante, no cree en ninguna visión que enlace la teología y la economía, por ende desdeña de la austeridad. Es un campo en el que no cree en milagros. Para él, la solución de la crisis es un problema político que depende de quién toma las decisiones: las élites o las grandes mayorías. No confía en los banqueros y, para definirlos, cita a Mark Twain: el banquero es un tipo que te presta el paraguas cuando hace sol y te lo quita cuando llueve. Por eso hoy en España hay gente sin casa y casas sin gente. El triunfo del capital sobre el ser humano.

-       Hablemos de Derechos Humanos –dice luego.

El Ecuador, según comenta, es uno de los 7 países de América Latina que han firmado todos los instrumentos de DDHH. Así de simple. En una frase borró el recuerdo de los casos El Universo, el Gran Hermano, el hostigamiento a periodistas, la Ley de Comunicación, el Linchamiento Mediático, la creación de la Superintendencia ultramoralista, la disolución de la Fundación Pachamama, la sanción al caricaturista BONIL, la prisión al asambleísta Cléver Jiménez y los procesos que judicializan la protesta y la política. Las supuestas violaciones a la libertad de expresión, a su criterio, vienen de los que ya no pueden someter al gobierno a sus caprichos e intereses. El auditorio escucha con atención, deslumbramiento, admiración. Y nadie se sorprende al escuchar, de labios presidenciales, que el Ecuador es una de las democracias más estables del continente. Si esto fuera parte de una novela de García Márquez, sería el instante en que Remedios la bella tendría que levitar.

Pero las obras no se pueden negar. Hasta el 2017 habrá 500 instituciones con bachillerato internacional en el país. Cinco mil colegios del milenio reemplazarán 20 mil escuelitas paupérrimas. Y para todo eso se necesitan recursos. Por eso, dice, los que exigen no extraer el petróleo del Yasuní carecen de solvencia moral. Y eso se compagina con otras de sus frases: el orden mundial no solo es injusto sino inmoral. O también: es inmoral no usar los recursos. Hay que entenderlo –concluyo al escuchar al presidente–, la revolución será moralizadora o no será.

La solvencia intelectual de Rafael Correa nos tiene a todos cautivados. Me pregunto: por qué sus sabatinas no son igual de educadas y académicamente brillantes. ¿Acaso piensa que el pueblo no lo va a entender? ¿Por eso hace burlas, insultos y denigraciones cuando no está ante académicos que lo nombran doctor honoris causa? Y lo más grave: él pudo haber sido el gran transformador de la realidad ecuatoriana. ¿Por qué esa obsesión por borrar con la mano derecha lo que hace con la izquierda? ¿Cómo es posible que el académico brillante sea el mismo presidente salvaje a la hora de atacar a sus críticos? ¿Cómo un mismo cuerpo resiste a la vez a un experto en desarrollo económico y a un despilfarrador de recursos que ha profundizado la dependencia en la economía extractivista?

Tiene razón el presidente cuando dice que no basta la mano invisible sino que hace falta una decisión política para que la economía logre mejorar las condiciones de vida de un país. Lo suscribo. Pero dicho esto por su boca no deja de ser preocupante e ingenuo porque supone que ese proceso político durará para siempre y merece durar para siempre, es lo que Octavio Paz llamó la “arrogancia” de la izquierda, esa ciega fe en su superioridad moral. Una visión totalizadora que no comprende que todo proceso político se agota en el poder. Y no aceptan que, además, las reglas de la democracia requieren de alternancia. ¿Cree Rafael Correa en la democracia?

Y en este punto creo que hizo mal el Presidente de la República en apurarse a aceptar el Doctorado Honoris Causa. Debió demorarse un poco para darse más importancia, hacerse el ocupado, el que lo pensará, después de todo la Universidad de Barcelona, bajo ningún concepto, se hubiera arrepentido de otorgárselo. Si los vínculos son estrechos al extremo, tanto que esa mañana firmaron tres acuerdos interinstitucionales entre la UB y el gobierno ecuatoriano. Y lo más importante, el rector inaugural de Yachay, la Ciudad del Conocimiento, es Fernando Albericio, un químico catalán que es profesor en la Universidad de Barcelona. Todo queda entre amigos.

La pontificia ceremonia termina con la lectura del poema ‘Canto de las trabajadoras. Navidad’ de la poeta ecuatoriana Aurora Estrada y Ayala de Ramírez y un confuso y surrealista discurso del rector de la UB en el cual, lo más entendible, fue su elogio a la resistencia de Rafael Correa para soportar los embates del camino (horas antes, cuando el presidente firmó el libro de honor de la UB, el rector elogió su prosa y su grafología). En fin, una cucharadita previa a la canonización de los papas Juan Pablo II y Juan XXIII.

En la tarde, cuando el presidente hizo su entrada a la UB tuve oportunidad de darle la mano y decirle: “Miguel Molina Díaz, le felicito por el doctorado”. Me agradeció y siguió su camino. No sé si me reconoció. Justamente, en la sabatina que me dedicó meses atrás pidió al país no olvidar mi nombre, mientras un video propagandístico de la ‘Secom’ me atacaba. Lo cierto es que recordé la primera vez que saludé con él en el año 2007, cuando todavía creía en su palabra y pensaba que el país estaba siendo reconstruido por un proyecto político transformador. Eran los días de la alucinación correísta, cuando tantos creímos en la revolución y nos era esquivo el rostro populista, contradictorio y peligrosamente autoritario del gobierno. En la UB le di la mano pero como su crítico, con el respeto que su cargo merece pero con el convencimiento de que estaba no frente a un estadista sino frente a un impostor. Un gran actor de teatro melodramático. No pude evitar sentir si no dolor, sí la soledad latinoamericana de la que hablaba García Márquez. En estos 7 años el Ecuador perdió la oportunidad de resurgir como país democrático, de igualdad y libertad. Es el poder el que corrompe a hombres de hierro, forjados en tantas batallas, que sueñan como simios. 

* Publicado originalmente en La República.
* Foto de La Vanguardia.