Por Miguel Molina Díaz
En la capilla del antiguo hospital San Juan de Dios, hoy Museo de
la Ciudad, asistí hace años al Foro Internacional de los Socialismos del Siglo
XXI. Era el 2007, el Ecuador vivía el entusiasmo de una promesa revolucionaria,
América Latina se configuraba de izquierda y Galeano todavía no se arrepentía
de Las Venas Abiertas. El mundo parecía tan reciente, tan por invertirse. Creo
recordar que el elemento en común que identificó las intervenciones de los
panelistas era la certeza y la alegría de que con la caída del abominable Muro
de Berlín el socialismo, como opción de poder, no había muerto ni fracasado.
Recuerdo mi deslumbramiento ante las ideas: la necesidad de crear adentro del socialismo la capacidad de reinventarse, de ser parricida, de
renunciar al materialismo dialéctico y de concebirse, a sí mismo, radical y
profundamente democrático. Era claro, además, que el Fin de la Historia,
proclamado por Fukuyama, no había llegado: la necesidad de alcanzar la igualdad
y la justicia social era aún más apremiante.
Entonces, ¿qué era lo que fracasó estrepitosamente aquel 9 de
noviembre de 1989, cuando se desmoronó el Telón de Acero? ¿Qué murió y qué
sobrevivió ese día en Berlín? ¿Qué pasó con el mundo? ¿Con las ideologías? ¿Con
las ideas?
Alguna vez me dijeron que el anuncio de lo que sería el descarnado
y violento siglo XX fue la espeluznante pintura ‘El grito’ del artista noruego
Edvard Munch, que data de 1893. Quizás, las imágenes que de algún modo retratan
el fin de tan convulsionado siglo son las de los ciudadanos de Alemania del
Este cruzando, eufóricos y todavía sin poder creerlo, el Muro de Berlín.
Hoy, 25 años después de ese día histórico, parecería que no hemos
aprendido nada. Esas bellas ideas esgrimidas con el propósito de resucitar al
socialismo, para reconfigurarlo, se han quedado en la retórica. Los socialistas
no pudieron ser parricidas, no supieron reinventarse, fracasaron en su misión
de ser radical y profundamente democráticos. Los presidentes socialistas, como
en los viejos tiempos de la Unión Soviética, buscan perpetuarse en el poder,
romper las instituciones y las constituciones. No alcanzan el ideal del nuevo
hombre revolucionario, en realidad son viejas caricaturas de sí mismos.
Hoy, los partidos socialistas cambiaron para peor. Han renunciado
a la internacionalización de la lucha, principio marxista fundamental, para
sembrar y promover nacionalismos fanáticos y obsesivos, absolutamente
rupestres, ridículos y peligrosos, en base a propaganda engañosa, provocadora y
asfixiante.
A lo que no renunciaron fue al materialismo dialéctico, tampoco a
la dictadura del proletariado: hace poco, la mujer con suerte que llegó a ser
presidenta de la función legislativa del Ecuador mandó a los ricos a comer
mierda. Menos aún renunciaron a la violencia, a la promoción abierta del odio
entre clases sociales, a dictar verdades absolutas.
Muchos de los socialistas que gobiernan en América Latina, hoy por
hoy, se oponen católicamente al aborto en mujeres violadas, dirigen modelos
económicos salvajemente extractivistas, prostituyen el sistema judicial y las
leyes para perseguir y encarcelar a sus críticos. Y de hecho, gran parte de los
que viven y comen del discurso izquierdista, son tecnócratas de derecha.
Los gobiernos populistas y autoritarios de nuestro continente,
autoproclamados de izquierda, son herederos directos del socialismo ortodoxo
que se derrumbó con la caída del Muro de Berlín. Son los descendientes
políticos de los que asesinaron a 30 millones de vidas humanas para sostener el
delirio comunista en el Este de Europa. Son los legatarios de los que
persiguieron a Reinaldo Arenas, por ser homosexual. Ellos mismos militantes de
la nostalgia que intenta recrear la Guerra Fría. Fieles discípulos, todos
ellos, de los dictadores sectarios que hablaron de igualdad social pero que
vivieron y gozaron como reyes.
Este año, precisamente, conocí la maravillosa Berlín: la más
posmoderna de las capitales europeas. Quedan, todavía, mínimas pruebas del
monstruoso atentado que el régimen comunista significó para la libertad de la
creatividad: bordean a la Avenida Karl-Marx-Allee, como sombras o fantasmas,
horrendas moles de cemento, pensadas como multifamiliares, homogéneas, gigantes
en su aburrida y oscura igualdad; edificios grises, vigilantes y
monótonos. Arquitectónicamente es tan
diferente, ese Berlín, a la ciudad pensada para hombres y mujeres libres, que
está al otro lado de la Puerta de Brandemburgo y de Checkpoint Charlie.
Y sí, visité también los restos del Muro de la Vergüenza. Es
imposible no pensar, frente a esos escombros del siglo XX, en quienes murieron
en el intento de cruzar hacia la libertad, en las familias separadas por el
horror totalitario, en el drama de un país y de un mundo descuartizados, ambos,
por la pugna entre dos sistemas deshumanizantes.
Caminar por Berlín era para mí como una fiesta, la fiesta de la memoria. Y por eso, al cumplirse 25 años del fin de la locura, me pregunto: ¿donde quedó la memoria histórica de quienes profesan el socialismo? ¿Por qué siguen creyendo que obtendrán distintos resultados usando los mismos anticuados métodos? ¿Qué hace falta para que la izquierda sea, al fin, capaz de reinventarse, despojarse del odio, renunciar a la violencia en todas sus formas? ¿Cuándo podrá asumir conscientemente sus errores? ¿Cuándo estará lista para gobernar en democracia y en paz? Y más allá de eso, la caída de la Cortina de Hierro es, inevitablemente, un recordatorio de algo muy actual y muy cierto: el horror de las ideas totalitarias nunca dura para siempre.
Caminar por Berlín era para mí como una fiesta, la fiesta de la memoria. Y por eso, al cumplirse 25 años del fin de la locura, me pregunto: ¿donde quedó la memoria histórica de quienes profesan el socialismo? ¿Por qué siguen creyendo que obtendrán distintos resultados usando los mismos anticuados métodos? ¿Qué hace falta para que la izquierda sea, al fin, capaz de reinventarse, despojarse del odio, renunciar a la violencia en todas sus formas? ¿Cuándo podrá asumir conscientemente sus errores? ¿Cuándo estará lista para gobernar en democracia y en paz? Y más allá de eso, la caída de la Cortina de Hierro es, inevitablemente, un recordatorio de algo muy actual y muy cierto: el horror de las ideas totalitarias nunca dura para siempre.