26 mar 2014

Los Kitos Infiernos de Huilo Ruales



Miguel Molina Díaz

Si un día alguien se propusiera descuartizar a la ciudad capital del Ecuador y servirla en pedacitos de sushi y con jengibre, ese ‘alguien’ sería Huilo Ruales Hualca. De hecho ya lo hizo. Sólo que su delicioso sushi está envenenado. Es un veneno colosal. Desgarrador. Brutal. Provoca el dolor más grande del mundo. Un dolor que arde y que nace del simple hecho de pronunciar la palabra ‘Quito’ o ‘Kito’, que es lo mismo. Y ese sushi envenenado tiene por nombre ‘Edén y Eva’, la primera entrega de su trilogía ‘Los Kitos Infiernos’.

Huilo Ruales, que desciende indirectamente de la estirpe maldita de Roberto Bolaño, retorna al anfiteatro de la literatura nacional con su prosa descarnada, genuina, de temperamento fuerte y explosivo, pero también depresivo. Una prosa de grafitero sobrio y solo. Un lenguaje que se nutre de la poesía y del humor y del horror. Y ese coloquialismo infernal que caracteriza a las calles más salvajes de la aldea quiteña, es el artífice de una novela de elaboración rigurosa como una catedral gótica.

Sólo que se trata de una catedral absolutamente pagana. Una catedral de monstruos en donde lo peor del ser humano sale a flote y espanta. Monstruos de la talla de Murielle, la poderosa Madama, y su hermano depravado Keifer, alias el Dog. En medio de ese mundo de ambición y mentiras, lo único que vale la pena es la bella Eva, como lo comprueba Milo el Grafitero: “te juro y te juro que no cejaré en mi plan de levantar el cemento de este kitodemierda hasta encontrarte. hasta estamparte en mí, como un tatuaje.”

Y es que ese, el de Milo, es el papel que Ruales ha reservado para los lectores de su novela pues, al cerrar el libro, no es posible dejar de pensar en Eva, dejar de sufrir por Eva, dejar desear la compañía de Eva. Y no se trata, en mi opinión, de la búsqueda por un personaje que pueda torear a la señora muerte. Lo que Eva logra es indagar en lo más profundo del humano para desempolvar nuestra capacidad de compasión e indignación por el sufrimiento ajeno.

Con esta novela Huilo Ruales ingresa en la lista de los más interesantes narradores hispanoamericanos de la actualidad. Sus méritos demuestran un trabajo de inclemente auto-exigencia: personajes sólidos y de fácil visualización, situaciones de altísima tensión dramática, una trama catedralicia y pulida minuciosamente. Y también ‘Edén y Eva’ demuestra el valor de su autor para asumir un riesgo sin precedentes en lo que hasta hoy ha sido su obra: la tragedia humana trabajada con sutileza quirúrgica, un lenguaje de profunda honestidad y un contexto cultural que bien podría ser aplicado al nuestro.

Y esto último no lo desarrolla a fondo ‘Edén y Eva’, que es más una novela sobre los estadios del poder, la maldad y la soledad. Probablemente, en las siguientes dos entregas que conforman esta trilogía se desnude más afondo la dinámica cultural del Kito andino: “los cocteles socioliterarios que en su mayoría eran generosos como mezquinas las obras bautizadas con el festejo”. Esta enclenque troncha de seudo artistas que, de La Floresta a La Mariscal, vienen inventando el agua tibia de la poesía, el ego y las revoluciones detrás de las cuales está Saturno comiéndose a sus hijos.


En todo caso, esta bella novela logra la desacralización puntual del Edén que parecería ser la capital de todos los ecuatorianos y nos abre la puerta a sus oscuridades y fantasmas familiares. Después de leerla se vuelve imposible pensar que Quito no es Kito. Al igual que pensar a la ciudad sin Eva, la pecadora, la desterrada del Edén, el único personaje puro de esta novela que es lo más parecido a un grito de pánico y horror en las alturas del Itchimbía.

* Publicado originalmente en La República.


17 mar 2014

Las tumbas de París



Por Miguel Molina Díaz


Los árboles de los cementerios de Montparnasse y Père-Lachaise no tienen hojas. Son ramas desnudas azotadas por el viento. La primera tumba que visité fue la de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Quedan sobre el mármol las huellas de labios rojos. Hay quienes no olvidan a los muertos. 

Emil Cioran se encuentra oculto entre los centenares de criptas. Un grupo de peruanas buscan por horas la tumba de César Vallejo y no la encuentran. El poeta de Trilce prefiere estar oculto porque el suyo es un dolor que sube desde abajo. La cripta de mármol, sin embargo, está desbordada de flores, los heraldos negros que nos manda la muerte.

El recorrido continúa hacia la última morada del cronopio aquel que dijo si seguimos utilizando el lenguaje en su clave corriente, con sus modalidades corrientes, nos moriremos sin saber el verdadero nombre del día. La cripta de Julio Cortázar es la vida después de la muerte. Flores, cartas, notas, libros, rayuelas y besos rodean la tumba del gigante. Cortázar en Montparnasse es memoria.

En Père-Lachaise ocurre lo mismo con Jim Morrison, Oscar Wilde y Edith Piaf. Son ilusiones que no morirán mientras exista el humano.

La noche se derrama sobre el cielo de París. Una campana anuncia a los visitantes que deben abandonar el lugar. Mientras camino pienso en lo loco y surreal que resulta visitar a artistas y pensadores en sus tumbas. Es una forma de rendir tributo a la limpieza de su vida y de su obra. 


No pasa lo mismo con otras tumbas. La de Napoleón, que es monumental, no despierta ninguna ilusión. Se la visita por una curiosidad turística más parecida a la lástima. En una ridícula obsesión por vencer a la muerte, a los tiranos se les erigen tumbas colosales y monumentos enormes. Hay en la puerta del Palacio de Versalles un monumento a Luis XVI que ilustra perfectamente lo que hace el paso del tiempo con los poderosos y prepotentes: se convierten en el metal oxidado que durante el día recibe con inclemencia el excremento de las palomas.

* Publicado originalmente en Diario La Hora.