12 dic 2013

Ovejero: La invención del amor



Miguel Molina Díaz

Un hombre recibe una llamada en la cual se le informa sobre la muerte de una mujer a la cual no conoce. Esa muerte, que en un principio le resulta lejana, es el hilo conductor de ‘La invención del amor’, la novela de José Ovejero que este año fue galardonada con el Premio Alfaguara. Se trata de una historia en la cual el amor, en lugar de ser una certeza, es un misterio casi policiaco por el cual transitan los personajes en el afán de encontrarle sentido a sus vidas.

En una España actual, caracterizada por la crisis económica y la incomoda convivencia con migrantes de diferentes rincones del planeta, la novela de Ovejero ofrece una visión contemporánea de la sociedad española: resignada a los tiempos difíciles y a un mundo tecnológico, globalizado y de profundas distancias entre las personas.

El recorrido de la novela es muy lineal y cronológico: son escasos los saltos temporales. De hecho, se trata de una novela que no asume mayores riesgos estilísticos y que se sostiene únicamente sobre su argumento. Su mayor mérito, por tanto, es verificar las posibilidades que ofrece la literatura realista para producir un acercamiento de los sujetos/lectores con las realidades de su tiempo.

La prosa de Ovejero carga el peso de los años y de la soledad del protagonista. Es una prosa equilibrada que logra un destacable manejo del suspenso. En primera persona se narra la cotidianidad de un hombre con evidente dificultad para entablar relaciones duraderas. Un hombre arrinconado por su propio desinterés y a quién, cuando menos lo espera, le aparece una historia de amor que le es ajena y que debe robar para sí.

Una historia de amor que, por otro lado, la va asumiendo suya. Dicen que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Sobre todo una mentira repetida por una persona a sí mismo. Ese es el caso de Samuel: un hombre que llena sus vacíos con los vacíos de otros. Y es que para vivir el presente, se requiere de la nitidez del pasado. No roba esa historia de amor para quedársela, sino para iniciar otra. Una que pueda ser suya. Y lo hace porque simplemente su propio pasado no le es útil para dar inicio a una verdadera relación amorosa.

‘La invención del amor’ no es una de las geniales novelas dentro de la lista de obras que han merecido el Premio Alfaguara. Probablemente, su temática –tan comercial como su título– es la que justifica el galardón pese a que su autor no logra recorrer, con ella, caminos desconocidos. Es una novela amena y de fácil lectura que ofrece distintas formas de comprender el amor: como vacío, como búsqueda, como enfermedad, como desesperación.


Y lo más importante: es una novela que invita a los lectores hispanoamericanos, además de echar un vistazo a la sociedad de nuestro tiempo, a discutir el amor como un tema en permanente reinvención y redefinición. Más allá de la cursilería, de la cual prescinde Ovejero,  es una obra que plantea al amor como la única posibilidad real para mantener la cordura en el mundo.

* Publicado originalmente en el portal La República 

7 dic 2013

Apología de los Estudiantes y de Jaime Guevara



Por Miguel Molina Díaz

Sin la intención de caer en el lugar común de usar frases y pensamientos de políticos del pasado para explicar el presente debo confesar que hace algunos años, cuando ingresé por primera vez al Salón Plenario del Palacio Legislativo de Quito, la frase de Juan Montalvo que se encuentra en el mural me removió la sangre: “Desgraciado del pueblo donde los jóvenes son humildes con el tirano, donde los estudiantes no hacen temblar al mundo”. Esas palabras, en lo alto de ‘La imagen de la patria’, una de las obras más grandiosas de Guayasamín, ese día me hicieron cobrar conciencia de mi papel de joven y estudiante. Una conciencia profundamente ligada con el Ecuador y su realidad.

Las protestas que estas semanas han encendido al país a causa de la explotación del Yasuní son la más diáfana corroboración de que la sangre de Montalvo corre por nuestras venas. Pretender que las manifestaciones se acaben ante la amenaza de negar el cupo a los estudiantes que salgan a protestar no es solo una negación del pensamiento montalvino sino una muestra de debilidad y desesperación. El gran insultador nacional, como nunca, se encuentra contra la pared y tiembla.

Debe ser muy difícil estar en sus zapatos. Lo comprendo. Desafiar a un músico a una pelea ‘hombre a hombre’ y luego, cobardemente, ordenar la intervención de los gendarmes no provoca indignación sino pena. La cobardía tiene mil caras y una de ellas es la mentira. Confiar en que nos comamos el cuento de que Jaime Guevara estaba ebrio, cuando por décadas ha mantenido una abstinencia radical al alcohol, provoca lástima. Y es que la cobardía debe guarnecerse a los juicios de la opinión pública. Por eso Jaime Guevara se convirtió, por decreto, en “borracho marihuanero”.

La única vez que hablé con Jaime Guevara fue por teléfono. Le realicé una entrevista para un reportaje sobre el legendario ‘Poeta de las Llecas’, Héctor Cisneros, que publiqué en un diario capitalino. Su voz, de sinceridad profunda y melancólica, me impactó al punto de que puedo decir: a Guevara le creo, al poder no. Admiro su lucha. Le he visto personalmente en actos en los que nos hemos propuesto mantener viva la llama del recuerdo de Santiago y Andrés Restrepo. Con su música Jaime Guevara se enfrentó, en nombre de Santiago y Andrés, a esa misma policía que hoy usa contra los estudiantes balas de goma, toletes y gases lacrimógenos. Guevara lleva haciendo la revolución, la de verdad, desde mucho antes de que el gran insultador nacional aprenda a leer, escribir o cantar.


Y sí, ser estudiante es una cuestión de conciencia. Y esa conciencia es como una lumbre. La misma lumbre que ilumina a Jaime Guevara y a los estudiantes que luchan por el Yasuní y por la vida. Gracias a la frase de Montalvo comencé a escribir mis artículos de opinión siendo estudiante de colegio. Hace poco, un penoso correista preguntó a un diario quiteño en donde apareció un artículo mío cómo así se publicaba a estudiantes. No hace falta responderle a su pregunta, pero la misma constituye prueba irrefutable de la distancia que nos separa a los que creemos en Juan Montalvo y los que creen en Rafael Correa. Solamente le aclaro a ese correista que cada vez somos más y más los estudiantes que escribimos y publicamos. Como cada vez son más los estudiantes que salen a las calles a defender lo que piensan, incluso a riesgo de las brutales represiones policiales. Eso es así porque nunca nos hemos sentido más fuertes.  Y porque los estudiantes hacemos temblar al mundo.

* Publicado originalmente en La República.

5 dic 2013

Anatomía del descontento



Miguel Molina Díaz

Por las calles de Barcelona pasa una multitud de estudiantes y profesores con pancartas y altavoces. Es el jueves 24 de octubre y protestan en contra de la Ley Wert, que supone recortes en el presupuesto destinado a la educación. Están cansados de que cada gobierno, en este caso el del Partido Popular, imponga una nueva legislación para el sector educativo.

Mientras acompaño en su lucha a estos miles de estudiantes catalanes confirmo que los europeos, por lo general, pueden expresar su descontento en condiciones realmente dignas. Los policías cierran el tráfico de los vehículos para que pasen los estudiantes. Los rostros de las multitudes son de felicidad.

Y es que la lucha social es algo extraordinario. No la actitud de protestar por protestar y no proponer. Me refiero al empoderamiento que supone salir al espacio público para exigirles a quienes administran el Estado que en una democracia se debe escuchar a todos. Es la voz colectiva que nace entre las multitudes y habla desde nuestra garganta. Una misma mirada que nace de la empatía, el altruismo y la conciencia de pertenecer a algo mucho más grande.

Quienes hemos protestado en las calles, sabemos que lo hacemos porque no perdemos la fe en el país ni en su gente. Y lo seguimos haciendo, pese a que existen gobiernos que han enjuiciado por terrorismo y rebeldía a jóvenes estudiantes para darnos escarmiento a toda la sociedad. 

Al ser testigo de ese bellísimo despertar de la juventud de Barcelona he pensado en mi ciudad y lo que veo es terrible. Un Jefe de Estado que, con una inexplicable indiferencia, desplantó a las mujeres amazónicas que marcharon a la capital para expresar su posición. Pero, por otro lado, recibió a los jugadores de la selección de fútbol.

La intolerancia del Jefe de Estado no es solo con la protesta social, que la ha criminalizado, sino con la discrepancia. El Síndrome de Estocolmo consiste en el vínculo afectivo que una victima establece con su secuestrador. Algo así le pasa a Paola Pavón, a quién conocimos como una de las correistas más prepotentes a la hora de defender al gobierno. Pero el mundo da vueltas. Pocas veces he visto una humillación tan cruda y salvaje a una política ecuatoriana. Ella perdió la autonomía de la protesta. Ahora calla y agacha la cabeza. Evita defenderse. Ha doblegado su libertad de pensamiento. Por eso su resignada caída es triste.

Y es que esa capacidad, tan humana y maravillosa, de caer en el descontento amerita que la defendamos y preservemos. No podemos caer en la comodidad o en el miedo. En el silencio cómodo y cómplice. Como fue el silencio quiteño durante los meses de encierro de los 10 de Luluncoto o durante la persecución a los 12 del Central Técnico, que no ha acabado aún.

No hay nada más fascinante que una población despierta, que exclama consignas y manifiesta su fe en el futuro. Es un sentimiento profundamente joven, pero que no debemos perder con el paso de los años. Protestar contra las injusticias es una obligación moral, por más que nos digan que no tiene sentido, que no lograremos nada.


En Barcelona el grito de los estudiantes me causó gran ilusión, recordé con profunda nostalgia la irreverencia que, hace muchos años, solía caracterizar a mi ciudad. Una ciudad ahora silenciada.