30 sept 2012

A dos años del negro día 30




Miguel Molina Díaz

Ni con su familia, ni con su honor, ni con el 30 de septiembre. Esas fueron las advertencias del mandatario en el informe a la nación de hace un año. Hoy, a dos años de lo que para unos fue un intento de golpe de Estado y para otros una insubordinación policial, la necesidad de recordar ese acontecimiento es imperante.

Pero, ¿por qué desafiar la advertencia del presidente? Simplemente porque es un ejercicio de profundo raigambre democrático. Porque quién ostenta el poder no debe imponernos los temas sobre los que tenemos permiso de hablar. Porque más allá de lo que para él significa esa fecha debemos armarnos un significado propio, al fin y al cabo, todos vivimos ese día.

Y, lo más importante, debemos hablar abiertamente del 30 de septiembre y opinar al respecto porque, al parecer, es la única manera de comprender el modelo de poder bajo el cual vive el país. Si alguna conclusión podemos sacar de ese día es que no aprendieron nada.

No aprendieron que el ejercicio del poder no significa la imposición de una determinada forma de pensar sobre todos los ciudadanos. No aprendieron que la legitimación en las urnas no es suficiente, la democracia exige que los gobiernos se legitimen todos los días. No aprendieron que polarizar al país en bandos antagónicos profundiza los rencores.

Esa mañana, ante la incertidumbre, decenas de personas acudieron al hospital de la policía. Me decido a creer que no únicamente a defender a Correa sino al orden constitucional frente a la posible y difusa amenaza de una interrupción al régimen de derecho.

Dos años después el presidente y sus muchachos han demostrado no haber merecido la lealtad de quienes los defendieron. El primer aniversario fue festejado, en una inmadurez colosal, con bombos y platillos. Su satisfacción por haber conservado el mando sobrepuesta a la memoria de los muertos.

A dos años del 30 de septiembre han agudizado su modelo de gobierno arbitrario y prepotente, ese que fue la causa de la insubordinación policial y el caos insufrible. No han aprendido nada.

*Diario La Hora

28 sept 2012

La Soledad de América Latina



Miguel Molina Díaz

En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, llamado La Soledad de América Latina, Gabriel García Márquez intentaba explicar la realidad asombrosa de este continente desde su descubrimiento. Para describir el manejo del poder, en cierto momento alucinante de su discurso, García Marqués recordaba: “El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial”. Eso era, precisamente, el realismo mágico.

Treinta años después del discurso de Gabo, ya se habla de la posible desaparición del realismo mágico cómo método estético de nuestra literatura. Sin embargo, no deja de sorprendernos el manejo del poder en algunos de nuestros países. En ciertos casos, como el del Ecuador, ya no se podría hablar de realismo mágico propiamente dicho. No. Podríamos hablar de un realismo con magia pero negra. En las últimas semanas un singular hecho me hace pensar en la necesidad de escribir un cuento desesperado. Debían de ser entre las 7 y 8 de la mañana cuando una cadena de la Secretaria Nacional de Comunicación (SECOM), interrumpió la programación de un noticiero para realizar una aclaración sobre el desayuno del Presidente de la República. Al término de la interrupción, la periodista (que en mi opinión particular, deja mucho que desear como periodista) expresó su indignación por la banalidad de la aclaración. En consecuencia, días después otra interrupción de ese mismo noticiero acusaría a la periodista de ser cómplice de quienes falsifican la verdad, sobre el desayuno del Presidente.

El uso de los recursos públicos para satisfacer los caprichos del poder no hace más que demostrar una serie de preocupantes patologías. En primer lugar, la necesidad del régimen de tener el monopolio de la verdad, incluso sobre los temas más irrisorios, cómo el desayuno del Jefe de Estado. Y todo esto no es más que la corroboración de la más aguda de sus enfermedades: la soledad del poder. Esa misma soledad que a todas luces les desespera, la anticipación de una realidad que día a día les acecha, el hecho de quedarse –después de todo- solos. Y es que solamente alguien que está enfermo de poder puede temer tanto a la soledad y a quedarse, finalmente, sin el monopolio de la verdad que han inventado.

Es ridículo –hay que repetirlo hasta el cansancio- que el autoritario Jefe de Estado, ebrio por el poder que ostenta, repita que los ministros no aceptarán entrevistas a los medios de comunicación privados para no colaborar con su enriquecimiento. ¿Y todo el dinero que les dan en propaganda oficial a esos medios? ¿Acaso creen que nuestra mayor aspiración en el día es ver las entrevistas a los Ministros? ¿No se ha dado cuenta el presidente de que sus colaboradores son impresentables? Gente que carece de respeto por sí mismo. Gente que sólo pretende comer –un poco más- del poder. ¡Basta de creer que somos tan ingenuos! En muchas decisiones del autoritario Jefe de Estado no hay más motivación que su capricho y su prepotencia. Esto no es sobre argumentos. ¡Claro que no!

Creo que es saludable cuestionar la labor de los periodistas. Exigirles más. Someterlos al escrutinio público. Lo inadmisible es que desde la enfermedad de quienes ostentan el poder se pretenda satanizar la labor periodística. Precisamente por parte de un gobierno que deja mucho que desear en cuanto a su –supuesta- vocación democrática. El Ministro Goebbels y su legado repugnante de métodos propagandísticos demostraron ser lo suficientemente peligrosos como para no seguir sus pasos. Los funcionarios de la SECOM, empezando por su lamentable secretario, deberían dedicarse a mirar películas sobre la Segunda Guerra Mundial algunas tardes. Tal vez así aprenderían a quitarse el miedo a la soledad. Pero por ahora, su miedo seguirá motivando sus decisiones, y un cambio en ese sentido parecería –tomando las palabras de Gabo: “Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.

24 sept 2012

El drama de la patria grande



Miguel Molina Díaz

Dijo que lo haría y así lo hizo. El Sistema Interamericano de Derechos Humanos solamente constituía un obstáculo a los anhelos revolucionarios, al sueño de Bolívar. El comandante se siente liberado. Ha dado la orden, por fin, de denunciar la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Con ese pretexto nos mantuvieron dominados, dice a su equipo, con esa convención subyugaron a su patio trasero latinoamericano. Todos asienten y aplauden, se sienten altivos, soberanos, únicos en su vehemencia revolucionaria.

Hace calor en Caracas, en el Palacio de Miraflores se pueden sentir las últimas (pero todavía radiantes) manifestaciones de un verano sin precedentes. El canciller Maduro ingresa al salón principal, en donde desde hace tantos años habita el poder. Hace un saludo militar a su jefe y con una sonrisa le informa que hay noticias. El secretario Insulsa lamenta nuestra decisión, le dice al comandante, espera que en el año que nos queda por delante rectifiquemos. ¿Qué año? Su pregunta suena histérica, al fin y al cabo, él nunca entendió el derecho internacional imperialista. La denuncia de la convención se hará efectiva en un año, responde Maduro. ¡Entonces debimos denunciarla hace un año, para ser libres ahora! Gritó el comandante y lamentó no poder retroceder el tiempo. Es lo único que le falta.

Nadie, ni Videla, ni Pinochet, y menos el cobarde de Fujimori tuvieron el valor de hacerlo. Sólo Trinidad y Tobago se atrevió a denunciarla para mantener su sagrado derecho a la pena de muerte. Ya no tendría el dolor de cabeza de pensar en las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que tanto desprestigio le habían causado. Nosotros dimos el primer paso, dice complacido, Rafael, Evo y Daniel deben seguirnos. Maduro le dice que los informes de la Comisión Interamericana seguirán redactándose. ¡¿Por qué?! Entra en un estado furioso. ¡Si ya no tenemos nada que ver con eso! Le explican que para liberarse de la jurisdicción de la Comisión Interamericana deben denunciar la Carta de la OEA, salirse del sistema panamericano, pelearse con todos. ¡Mierda –exclama fuera de sí– sólo es cuestión de tiempo para que muera definitivamente la OEA!

En los medios de comunicación los líderes de la oposición intentan explicar que la Corte Interamericana de Derechos Humanos no es la versión moderna del Consejo de Indias español, encargado de la administración de las colonias americanas. El sistema de derechos humanos, dicen los analistas, se creó para combatir las desapariciones y torturas durante las dictaduras sanguinarias del cono Sur y Centro América. Pero nadie les cree ni a los políticos que defienden el sistema, ni a los analistas, ni a los periodistas. Por primera vez, en más de treinta años, la patria grande de Bolívar se encuentra desprotegida, sin tutela a los derechos humanos, liberada plenamente del imperio.

En la tarde el comandante pregunta: ¿cómo va el asunto de Capriles? Y tose, no puede evitar toser. Se siente obligado a eliminar su cáncer por medio de un decreto o en el ejercicio de su facultad histórica para emitir leyes habilitantes. Ya se difundió a nivel nacional sobre el plan de gobierno oculto, le informan, todos hablan sobre el paquetazo neoliberal de Capriles. ¡Bien –exclama el comandante– todos son unos servidores del imperio! Pero, ¿qué sentido tendría haber denunciado la Convención Americana si Capriles gana las elecciones? Seguro él volverá al sistema. ¡No –se dice a sí mismo–, Capriles no puede ganar! Piensa en las declaraciones del general del ejército cuando afirmó que las fuerzas armadas estaban casadas con el proceso. Su marido, dice mientras mira por la ventana de Miraflores. Soy su marido.

Nadie entiende que si gana Capriles habrá guerra civil. Eso le indigna al comandante. Dedicó los mejores años de su vida por una nación que está en peligro de dejarse convencer por Capriles. ¡Ya entiendo –grita mientras se sienta, pues se siente cansado– estas son las falencias de la democracia, carajo! Lamenta el deterioro en su salud, si tan solo fuera un poco más joven no le faltarían fuerzas para destruir inmisericordemente a Capriles haciendo campaña. ¡Nada de péndulos democráticos –se repite– la revolución tiene que durar un siglo! No es cierto, reflexiona, que si la izquierda y la derecha se alterna en el poder, eso será saludable para la democracia. ¡Todo esto es un engaño –y siente una punzada de dolor en el pecho –no nos pueden ganar!


Atardece en Miraflores. En Caracas la gente sale de sus oficinas y, poco a poco, se dirigen a sus casas. Prenden las televisiones. Se oyen las reacciones internacionales por la decisión venezolana de abandonar el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Las familias suspiran, ya están acostumbrados a las malas noticias. Capriles desmiente que tenga un paquetazo neoliberal escondido debajo de la manga, todo es un invento de William Ojeda, un flamante chavista que intenta ganarse la simpatía del poder. Además, decide la expulsión del legislador Caldera por actos de corrupción. Así va su campaña. La gente le cree. Y los que no creen en la oposición, creen que Venezuela necesita un cambio. Un descanso. Descansemos un periodo de la revolución bolivariana, dice una madre de familia durante la cena. Y todos sus hijos asienten. 

21 sept 2012

Alberto, el revolucionario



Miguel Molina Díaz

Alguna vez oí, hace mucho tiempo ya, que en el comedor de la casa de Alberto Acosta se sentaban los intelectuales de izquierda y soñaban con hacer la revolución. Compartían, en esas tertulias, los chismes politiqueros, la indignación contra los poderes facticos que gobernaban al país y, sobre todo, creían que era posible una realidad diferente. Sentados alrededor de la mesa idearon con minucioso detalle –así lo imagino yo– los llamados cinco ejes de la tan anhelada Revolución Ciudadana, que solo existía en sueños imposibles. Debes tener el valor de asumir el reto –me parece escuchar la voz de Acosta– llegó la hora revolucionaria –concluye. Y el hombre, más joven que él, a quién había dedicado esas palabras, sonríe, mira al infinito y siente, en el fondo de sí, un propósito mesiánico.

Tiempo después todos se volverían a ver, ya no en la casa de Alberto Acosta, sino en el buro político del partido de gobierno del Ecuador. Tiempo después el hombre joven a quién Acosta desafió para que asuma el reto, se sentaría en la silla de los comandantes en jefe. Tiempo después, los frustrados intelectuales que planificaron la revolución serían ministros, tendrían guardaespaldas, darían discursos y entrevistas, se enfrentarían a todos los partidos y los vencerían a todos, patearían el tablero político del país. Tiempo después –estas imágenes llegan como flashbacks a mi memoria– veríamos a Acosta entrando, con un terno claro como su integridad política, al recinto en donde la nueva constitución de la república se escribiría, en donde el futuro de los próximos 300 años se escribiría. Acosta se sienta, bajo el rostro dorado de Alfaro, a presidir la Asamblea Constituyente de Plenos Poderes, se convierte en el hombre más poderoso del país.

Alberto es como mi hermano, dice el joven mandatario, cuyos años de mayor fascinación universitaria los pasó leyendo los libros de economía que había escrito Alberto Acosta. La deuda eterna –recordaba el presidente para sí– marcó cada uno de mis días. Pero la revolución fue muy pequeña para hombres tan grandes, dirán algunos, y en medio de la crisis, los manotazos y las conspiraciones, el lúcido presidente declara: “Hoy nos quieren dividir, entre supuestos acostistas y correístas, en todo caso mi querido Alberto –y le dedica una mirada solemne–, si esto es cierto, aquí tienes al primer acostista del país”.

Con el tiempo las pasiones se aplacan. El primer acostista del país, día a día, se iba hundiendo en el légamo de su más gloriosa pesadilla: el poder. Nadie es indispensable, exclamarían soberbios los revolucionarios, cuando la Revolución Ciudadana comenzó a comerse a cada uno de sus padres. No sería Alberto Acosta la excepción, incluso sería una de las primeras víctimas del parricidio. Nos equivocamos con el Alberto, escuché decir a uno de los más fervientes revolucionarios, que dolido porque la revolución no le permitió presidir el legislativo, se convirtió en disidente y fue corriendo a pedirle perdón a Acosta.

Aprendiz de dictador, es el término usado ahora por el economista Acosta para referirse al joven que desde el comedor de su casa soñaba con ser presidente. Lo dice como si de alguna manera él no hubiera tenido nada que ver monstruo ni con la revolución que se planeó desde su residencia. Y es que han pasado tantos años, podría decirse que siglos. Con el tiempo, las cosas se ven más claras, nítidas, cristalinas, se ven como realmente son. De los padres de la revolución, no queda casi nadie. Solamente ese que cada día gana puntos para convertirse en el peor canciller de la historia. Todos los demás fueron procesados por traición, expulsados, insultados, ridiculizados. No quedan ideólogos, solo enceguecidos buitres a quienes los dogmas tapan los ojos como cataratas crónicas. No quedan revolucionarios, sino solo hienas hambrientas de más y más poder, y se empachan de todo lo que la revolución les puede dar. Este es el nuevo mundo que con la revolución hemos creado. Pronto quedarán solo restos: la revolución se pudrió y duele ver cómo van devorando con los pedazos de un país que prometieron cambiar.

En el bacón del Palacio, una vaca desaparece. Todavía es muy temprano para que llegue el otoño del patriarca. Todavía hay petróleo y dinero (y cuando se acaben, se explotará el Yasuní por más dinero y petróleo). El día es soleado, la luz entra por los ventanales de Carondelet. Acosta es el candidato de las izquierdas, le informan al mandatario. Su respiración se agita y frunce el seño. Ni siquiera tienen firmas, dice con voz seria, dura, pusilánime. En la tarde piensa en lo que dirá, con respecto a Acosta, en su próxima cadena sabatina. Todos son unos traidores, se dice a sí mismo y ya no recuerda haber leído los libros de Acosta. Desde hace mucho tiempo no recuerda las tertulias alrededor del comedor en la casa de Acosta. Subconscientemente comienza a pensar que él lo hizo todo solo, todo es su propio y exclusivo mérito.Por las calles de la ciudad corre Acosta en un intento por resucitar. Ahora está más viejo, pero sigue siendo Alberto Acosta. ¿Quién, sino él, podría enfrentar al monstruo que prostituyó los ideales revolucionarios? Se da ánimos. Se alienta. Sabe que la revolución con la cual alguna vez soñó se convirtió en el incestuoso proxeneta de su hija, la constitución de Montecristi. Le duele la constitución de Montecristi. La sabe violada, herida de muerte, agonizante. No está seguro si estamos a tiempo de rescatarla. No está seguro de poder vencer a un poderoso mandatario derechizado. Vuelve a darse ánimos, cierra y abre los ojos, emprende el camino. Uno de los pocos políticos integros del país vuelve al ruedo, sube una vez más al cuadrilátero, se pone los guantes y respira. Entonces, por un pequeño instante, en el país hay una leve esperanza.

10 sept 2012

La Libertad de Expresión en el Ecuador



Por Miguel Molina Díaz

A propósito de la concesión de asilo político a Julián Assange, por parte del gobierno de Correa, creo que vale la pena analizar el real estado de la libertad de expresión en el Ecuador. Más allá de la propaganda oficial, oportunista a más no poder, resulta una paradoja que uno de los gobiernos más intolerantes, uno de los que más ha perseguido a periodistas, defienda el caso de Assange. A continuación, comparto mi ponencia sobre el derecho a esta libertad fundamental de los seres humanos, leída en el marco del Primer Congreso de Estudiantes de Derecho del Ecuador, llevado a cabo el 23 de agosto, en el paraninfo de la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí:

La historia de la Libertad de Expresión en el Ecuador tiene sus orígenes en los oscuros días de la colonia así como la historia del periodismo. En esa época, Eugenio Espejo, ya había creído que la utilización de la escritura y la difusión del pensamiento por medio de hojas de papel constituía una herramienta para perseguir, alcanzar y consolidar las libertades fundamentales de los ciudadanos. Ya en la época republicana, fue Juan Montalvo, otro de los grandes pensadores ecuatorianos, quién asumió la tarea de utilizar la difusión de su pensamiento como mecanismo, primero de vigilancia, y luego de confrontación al poder. No es nueva entonces la tensión entre los poderes constituidos y el ejercicio de la libertad de expresión, por ejemplo, por medio del periodismo.  

Desde el retorno a la democracia, en 1979, casi todos los presidentes han protagonizado polémicas, algunas infantiles, otras ciertamente autoritarias, con la finalidad de coartar el derecho a la libertad de expresión en el Ecuador. León Febres Cordero, furioso por la línea editorial crítica de Diario Hoy, llegó incluso a acusar a sus directivos de pertenecer a la agrupación subversiva Alfaro Vive Carajo, además de emprender todo tipo de ataques en contra de Radio Democracia. Su contradictor político e ideológico, el Dr. Rodrigo Borja Cevallos, tampoco está exento de cuestionamientos pues durante su gobierno se cerró Radio Sucre y el presidente Borja llegó proclamar la necesidad de sobresaltar el respeto al honor del Presidente de la República, sin imaginar que 20 años después un nuevo mandatario utilizaría de la forma más oportunista el derecho penal para reivindicar ese mismo principio.

Cabe, sin embargo, y con motivo de este encuentro de estudiantes de derecho, profundizar en el tema de la libertad de expresión cómo algo que va más allá de la referencia histórica. Lo que nos convoca el día de hoy, a todas luces, es el derecho a la libertad de expresión, sus alcances, los peligros que corre. La constitución de la República, aprobada muy cerca de este recinto, en Montecristi, reconoce y garantiza, en su artículo 66, numeral 6, "el derecho a opinar y expresar su pensamiento libremente y en todas sus formas y manifestaciones." Del mismo modo, el artículo 384, sobre la comunicación social, asegura que "el Estado formulará la política pública de comunicación, con respeto irrestricto de la libertad de expresión y de los derechos de la comunicación consagrados en la Constitución y los instrumentos internacionales de derechos humanos".

Esto nos lleva a un tema muy interesante dentro de esta discusión que es el artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos, al cual haré referencia, entre otros motivos, porque su cumplimiento constituye obligación internacional para el Estado, a pesar de que precisamente el tema de la libertad de expresión ha resultado en profundos cuestionamientos al Sistema Interamericano de Derechos Humanos por parte de gobiernos latinoamericanos cuya conducta han sido abusivas con respecto al derecho que hoy estamos analizando. Según este artículo 13 de la Convención los elementos que configuran el derecho a la libertad de expresión son: la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección.

Lo de fondo, es que no solo la carta política garantiza jurídicamente el derecho a la libertad de expresión y pensamiento, sino instrumentos internacionales ratificados por el Ecuador. Hemos citado ejemplos de libertad de pensamiento en la historia, así como ejemplos de gobiernos a quienes la libertad de expresión incomoda, pero vale la pena analizar la situación actual de la libertad de expresión en el país con el fin de corroborar o negar la posible e inédita existencia de una política de Estado que pretenda sistemáticamente limitar el ejercicio de la libertad de expresión en el país.

En el marco de la última Asamblea General de la Organización de Estados Americanos en Bolivia, a la cual el Presidente Correa asistió con el único fin de proponer la reforma del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, en una de sus intervenciones afirmó que cuando los países del continente en los cuales existe la pena de muerte, la deroguen, los Estados que mantienen los delitos de injurias en su legislación penal podrán derogar estos delitos a su vez. Sin embargo, al parecer el discurso oficial no responde, de ningún modo, a la falta de conocimiento del principio de proporcionalidad en materia penal (pues es absurdo ponderar la sanción de la pena capital con los delitos de injurias), sino de una política de debilitamiento a los medios de comunicación.

En ese sentido citare brevemente los casos más emblemáticos (de muchos otros que existen) detrás de los cuales podríamos pensar que en Ecuador existe, desde el Estado, una política de intolerancia al ejercicio de la libertad de expresión y pensamiento:

El día 19 de agosto del 2010, en Quito, los señores Juan Carlos Calderón y Christian Zurita, realizaron el lanzamiento de su libro titulado "El Gran Hermano", el cual no es más que una investigación sobre los contratos entre el Estado y Fabricio Correa, el hermano del presidente. En este libro, dentro del contexto de una entrevista a Fabricio Correa, se afirma que el Presidente de la República tenía conocimiento de los contratos de su hermano con el Estado. Esto motivó una demanda por daño moral a los autores del libro, en la cual el Presidente Correa solicitaba, además de las rectificaciones que contempla la ley, una indemnización de 10 millones de dólares.

La jueza María Mercedes Portilla, en este caso, falló declarando que hubo daño moral en perjuicio del presidente Correa, después de una dudosa valoración de la prueba pues jurídicamente el mandatario jamás logró probar que hubo daño moral en su perjuicio, no hubo facturas de medicinas o psicólogos que verifiquen el deterioro de su estado de ánimo, afectaciones a su salud o a la de su familia, menos se logró probar el animus injuriandi de Calderón y Zurita. Al respecto, en la su sentencia, la jueza Portilla, denigrando el derecho procesal escribe que: "debe tenerse en cuenta que la prueba de la lesión a bienes, derechos o intereses extrapatrimoniales, incluidos los personalísimos, es por su naturaleza innecesaria, otras veces es imposible o sumamente difícil de probar; el daño moral y su intensidad pueden no tener una manifestación externa, porque quedan en el fondo del ser, del alma y ni siquiera exige una demostración."

Quizás, de estos, el caso más doloroso fue el de Diario el Universo. El 21 de marzo del 2011 el Presidente Correa interpusó una denuncia penal al periodista Emilio Palacio y a los directivos del diario guayaquileño (en calidad de autores coadyuvantes, inédita taxonomía jurídica) por supuestas injurias en su contra deducidas del artículo de Palacio "No a las mentiras", en el supuestamente se afirma que el presidente ordenó fuego a discreción en los acontecimientos del 30 de septiembre, acusándolo entonces de crímenes de lesa humanidad. La indemnización solicitada por Correa fue de 80 millones de dólares además de prisión de 3 años para Palacio y los hermanos Pérez, directivos del Diario El Universo.

A pesar de que en la primera audiencia el Diario ofrece publicar una rectificación escrita por el mandatario, la oferta se rechaza. La sentencia de primera instancia, del Juez Juan Paredes, condena a tres años de prisión a los demandados y al pago de 40 millones de dólares. La Corte Provincial del Guayas ratificó la sentencia de la primera instancia y el caso fue a casación en un tiempo record para los procesos penales en Ecuador. La nueva Corte Nacional de Justicia, conformada dentro del proceso de restructuración de la Función Judicial impulsado por el gobierno, ratifica la sentencia del juez Paredes a pesar de una la denuncia en fiscalía en la que se sugiere que muy probablemente la sentencia habría sido redactada en el programa ChukiSeven y a pesar del video presentado por la jueza Mónica Encalada en el cual se puede observar a Paredes confesando que su sentencia guarda relación con la voluntad presidencial.

El 27 de febrero del 2012, días después de haberse ratificado la sentencia en casación, frente a la presión internacional, las medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el desprestigio de la democracia ecuatoriana, el presidente Correa decide "perdonar" a Juan Carlos Calderón, Christian Zurita, los directivos de El Universo y Emilio Palacio, en una rueda de prensa en el Palacio de Carondelet en la que a pesar haber declarado reiterativamente que los fondos de las indemnizaciones serían destinados al proyecto Yasuni ITT, siempre había pensado en perdonar a los periodistas.

Un caso más reciente nos provoca una última reflexión. Dejando a un lado el perdón del presidente, las persecuciones a la prensa continúan en el Ecuador. Un número de 14 radios han salido del aire durante la Administración Correa, esto a pretexto de expedientes en los que se las multa o simplemente con decisiones pobremente motivadas en las cuales el poder público  no se les renueva la concesión de frecuencias. Un número de 20 radios más se encontrarían en ese proceso. Al respecto, lo único que cabe señalar en un análisis jurídico y objetivo es el numeral 3 del artículo 13 de la Convención Americana, ampliamente desarrollado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su jurisprudencia, en el que se establece que "No se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones". Los casos hoy señalados, solamente contribuyen a identificar una política sistemática de amedrentamiento a los medios de comunicación y debilitamiento del derecho a la libertad de expresión y pensamiento.